J.M. Coetzee
El día de Navidad de 1956, la policía de la ciudad de Herisau, al este de Suiza, recibió una llamada: unos niños se habían tropezado con el cuerpo de un hombre muerto por congelación en un campo nevado. Cuando llegó a la escena, la policía primero tomó fotografías, luego retiró el cuerpo.
El difunto no tardó en ser identificado: era Robert Walser, de setenta y ocho años de edad, que había desaparecido de un hospital mental de la zona. En su juventud, Walser se había forjado una cierta reputación, en Suiza y también en Alemania, como escritor. Algunos de sus libros todavía estaban en catálogo; alguien, incluso, había publicado un libro sobre él, una biografía. Sin embargo, durante el cuarto de siglo que había pasado en instituciones psiquiátricas, su propia escritura se había agotado. Dar largos paseos por el campo –como aquel durante el cuál murió– se volvió su principal entretenimiento.
Las fotografías de la policía mostraban a un anciano ataviado con un abrigo largo y botas, despatarrado sobre la nieve, los ojos totalmente abiertos, la mandíbula floja. Estas fotografías se han reproducido amplia (y desvergonzadamente) en la literatura crítica sobre Walser que ha florecido desde la década de 1960. La denominada «locura» de Walser, su solitaria muerte y el tesoro de escritos secretos descubiertos después de su fallecimiento se convirtieron en los pilares sobre los cuales se erigió la leyenda de Walser como genio escandalosamente olvidado. Incluso el creciente interés por Walser se convirtió en parte del escándalo. «Me pregunto –escribió Elias Canneti en 1973– si entre todos aquellos que construyen su ociosa, segura, rígida y regular vida académica sobre la de un escritor que había vivido entre la angustia y la desesperación, hay alguno que se avergüence de sí mismo.»
Robert Walser nació en 1878 en el cantón de Berna, el séptimo de ocho hijos. Su padre, formado como encuadernador, tenía una tienda de artículos de papelería. A los catorce años, sacaron a Robert de la escuela y lo pusieron como aprendiz en un banco, donde desempeñaba tareas de oficina de manera ejemplar hasta que, sin previo aviso, poseído por el sueño de convertirse en actor, dejó el puesto y huyó a Stuttgart. Una vez allí, se presentó en una audición que terminó siendo un fracaso humillante: lo rechazaron por demasiado acartonado, demasiado inexpresivo. Abandonadas sus ambiciones escénicas, resolvió convertirse –«si Dios quiere»– en poeta. Vagaba de empleo en empleo, escribiendo poemas, bocetos en prosa y pequeñas obras en verso (dramolets) para la prensa, con bastante éxito. Insel Velarg, editor de Rilke y Hofmannsthal, no tardó en publicar su primer libro.
En 1905, con el objetivo de hacer avanzar su carrera literaria, siguió a su hermano mayor, un exitoso ilustrador de libros y escenógrafo, a Berlín. Como medida prudente, también se inscribió en un instituto de formación de sirvientes y durante un corto período trabajó como mayordomo en una casa de campo, donde llevaba librea y respondía al nombre de «monsieur Robert». Sin embargo, en poco tiempo, descubrió que podía mantenerse con las ganancias que le reportaba la escritura. Su obra comenzó a aparecer en prestigiosas revistas literarias y él era bien recibido en círculos artísticos serios. Pero no le resultaba fácil acoplarse al papel de intelectual metropolitano. Después de unas copas, tendía a mostrarse grosero y agresivamente provinciano. Poco a poco fue alejándose de la sociedad para vivir de manera solitaria y frugal, pasando la mayor parte del tiempo en pequeñas habitaciones. Fue en este ambiente donde escribió cuatro novelas, tres de las cuales han sobrevivido: Geschwiser Tanner (Los hermanos Tanner, 1906), Der Gehulfe (El ayudante, 1908) y Jakob von Gunter (1909). En todas ellas hay elementos tomados de su propia experiencia, pero en el caso de Jacob von Gunter –la más conocida de las tres, y con justa razón–, esa experiencia se modifica de una manera asombrosa.
«Aquí se aprende muy poco», observa el joven Jakob von Gunten después de su primer día en el instituto Benjamenta, donde se ha inscrito como alumno. Solo hay un manual, «¿Cuál es la meta de la Academia Benjamenta para muchachos?», y solo una lección: «¿Cómo debe comportarse un joven?». Los maestros rondan el lugar como muertos. La única persona que se encarga de la educación es Fraulein Lisa Benjamenta, hermana del director. Herr Benjamenta, por su parte, se sienta en su despacho a contar su dinero, como un ogro en un cuento de hadas. De hecho, la academia parece un poco un engaño.
De todas maneras, después de haber huido de lo que él llama «una metrópolis muy pero que muy pequeña» a la gran ciudad –que no se nombra en la novela, pero que es claramente Berlín–, Jakob no tiene intención de dejarla. Se lleva bien con sus compañeros de clase, no le molesta usar el uniforme del Benjamenta y, además, ir al centro a subir y a bajar en ascensores le resulta emocionante y le hace sentir como un niño de la edad moderna.
Jakob von Gunten tiene la forma de un diario que Jakob escribe durante su estancia en el instituto. Consiste, principalmente, en sus reflexiones sobre la clase de educación que allí recibe –una educación en humildad– y en los extraños hermanos que la imparten. La humildad que enseñan los Benjamenta no es religiosa. La mayoría de sus graduados aspiran a ser ayudas de cámara o mayordomos, no santos. Pero Jakob es un caso especial, un alumno para quien las lecciones de humildad poseen una resonancia interior añadida. «Qué suerte tengo –escribe– al no ver en mí nada que respetar u observar. Ser pequeño y mantenerme pequeño.»
Los Benjamenta forman una pareja misteriosa y, en la primera impresión, amenazadora. Jakob asume la tarea de penetrar en ese misterio. No los trata con respeto, sino con el descaro y la arrogancia de un niño acostumbrado a que sus travesuras se perdonen por simpáticas. Mezcla insolencias con una autohumillación claramente fingida, confiado en que la franqueza desarme todas las críticas, aunque no le importa demasiado si ello no ocurre. La palabra con la que le gustaría calificarse a sí mismo, la palabra con la que le gustaría que el mundo lo calificara, es «diablillo». Un diablillo es un duende travieso, pero también un diablo de menor categoría.
En poco tiempo, Jakob comienza a ejercer un control cada vez mayor sobre los Benjamenta. Fraulein Benjamenta da a entender que le ha cogido cariño. Él finge no entender. De hecho, le confía ella, lo que siente por él tal vez es más que cariño, quizá es amor. Jakob responde con un discurso largo y evasivo lleno de sentimientos respetuosos. Frustrada, Fraulein Benjamenta languidece y muere.
En cuanto a Herr Benjamenta, que en un principio se mostraba hostil a Jakob, pronto cae víctima de sus maniobras, a resultas de las cuales termina rogándole al muchacho que sea su amigo, que abandone la academia y que salga a recorrer el mundo a su lado. En un gesto de gazmoñería, Jakob rehúsa a hacerlo: «Pero, ¿qué comería, director? […] Es su deber buscarme un empleo decente. Lo único que quiero es un empleo.» Sin embargo, en la última página de su diario, anuncia que ha cambiado de idea: dejará la pluma y saldrá a la espesura con Herr Benjamenta. A lo que solo puede responderse: «Con semejante compañero, Dios proteja a Herr Benjamenta.»
Como personaje literario, Jakob von Gunten no carece de precedentes. En el placer que encuentra cuestionando sus propios motivos nos recuerda al hombre del subsuelo de Dostoievski y, tras él, al Jean Jacques Rousseau de las Confesiones. Pero –como ha señalado Marthe Robert, la primera traductora de Walser al francés–, en Jakob también hay algo del protagonista de los relatos tradicionales del folclore alemán, algo del muchacho que entra al castillo del gigante y triunfa a pesar de todos los obstáculos. Franz Kafka, al principio de su carrera, admiraba el trabajo de Walser (Max Brod recuerda con qué deleite leía Kafka en voz alta los sketches humorísticos de Walser).
En Kafka también se encuentran ecos de la prosa de Walser, con su lúcido diseño sintáctico, sus yuxtaposiciones casuales elevadas con lo banal, y la lógica extrañamente convincente de sus paradojas. Aquí está Jakob en estado de ánimo reflexivo:
Nosotros usamos uniformes. Ahora, usar uniformes al mismo tiempo nos humilla y nos exalta. Lucimos como gente sin libertad, y eso es posiblemente una desgracia, pero también lucimos agradables con nuestros uniformes y eso nos separa de la profunda desgracia de aquellas personas que dan vueltas con su propia ropa. Para mí, por ejemplo, usar uniforme es muy placentero porque antes nunca sabía qué ponerme. Incluso en estas ropas, por el momento, sigo siendo un misterio para mí mismo.
¿Cuál es el misterio de Jakob? Walter Benjamin escribió un artículo sobre Walser que resulta llamativo por estar basado en un muy incompleto conocimiento de sus escritos: «Los personajes de Walser son como los de los cuentos de hadas cuando llegan a su fin y tienen que volver a vivir en el mundo real. Hay algo de lacerante, inhumano, e infaliblemente superficial acerca de ellos, como si al haber sido rescatados de la locura (o de un hechizo), debieran andar con cuidado por temor a caer en ella.»
***
En 1913 Walser dejó Berlín y volvió a Suiza, «un autor ridículo y sin éxito» (según sus propias disparatadas palabras). Tomó una habitación en un hotel en la ciudad industrial de Biel, cerca de su hermana, y por los siguientes siete años se ganó la vida precariamente colaborando en folletines literarios y vendiendo sketches a los diarios. Por lo demás, se fue a caminatas largas por el país y cumplió sus obligaciones en la Guardia Nacional. En las colecciones de su poesía y de su prosa corta, que continúan apareciendo, se volvió más y más al paisaje suizo social y natural. Escribió otras dos novelas. El manuscrito de la primera, Theodor, fue perdido por sus editores; la segunda, Tobold, fue destruida por el propio Walser.
Después de la Primera Guerra Mundial, disminuyó el gusto del público por la clase de escritura en la que Walser se había apoyado para generar algún ingreso, una escritura superficialmente desestimada como caprichosa y preciosista. Él estaba demasiado aislado de la sociedad alemana en general como para mantenerse al tanto de las nuevas corrientes de pensamiento; en cuanto a Suiza, el público lector era demasiado escaso como para mantener a un ejército de escritores. Aunque se enorgullecía de su frugalidad, tuvo que cerrar lo que él llamaba su «pequeño taller de piezas en prosa». Su precario equilibrio mental comenzó a vacilar. Se sentía cada vez más oprimido por la mirada desaprobatoria de sus vecinos, por sus exigencias de respetabilidad. Se trasladó de Biel a Berna, donde aceptó un empleo en los archivos nacionales, pero pocos meses más tarde fue despedido por insubordinación. Cambiaba todo el tiempo de alojamiento. Bebía copiosamente, padecía insomnio, oía voces imaginarias, tenía pesadillas y ataques de pánico. Intentó suicidarse pero no lo logró porque, según su propia y conmovedora admisión, «ni siquiera pude hacer una horca correcta».
Estaba claro que ya no podía vivir solo. Venía de una familia que era, según la terminología de la época, defectuosa: su madre había sido una depresiva crónica, uno de sus hermanos se había suicidado, otro había muerto en un psiquiátrico. Su hermana fue presionada para que lo adoptara, pero ella no estaba dispuesta a hacerlo. De modo que él permitió que lo ingresaran en la clínica de Waldau. «Depresión marcada y severa inhibición –decía el informe médico inicial–. Respondió con evasivas sobre el hecho de estar harto de la vida».
En evaluaciones posteriores, los doctores de Walser no se ponían de acuerdo sobre cuál era su problema, si es que había alguno, e incluso lo alentaron a que tratara de vivir en el exterior nuevamente. Sin embargo, al parecer, la base de una rutina institucional se le había vuelto indispensable, y decidió quedarse.
En 1933 su familia lo hizo trasladarse al hospital psiquiátrico de Herisau, donde podía recibir ayuda de la asistencia social. Allí ocupaba su tiempo en actividades como encolar bolsas de papel y clasificar habas. Permanecía en plena disposición de sus facultades, seguía leyendo periódicos y revistas populares; pero, después de 1932, ya ni escribió más. «No vine aquí para escribir, vine aquí para estar loco», le dijo a un visitante. Además, añadió, los buenos tiempos para los litterateurs habían quedado atrás (años después de la muerte de Walser, un miembro del personal de Herisau sostuvo que durante su estancia allí vio a Walser escribiendo. Pero incluso aunque ello fuera cierto, no ha sobrevivido ningún manuscrito posterior a 1932).
Ser un escritor, una persona que usa las manos para convertir pensamientos en marcas sobre el papel, era difícil para Walser en el más elemental de los niveles. En sus primeros años escribía con una letra clara y bien formada que lo enorgullecía. Los manuscritos que sobreviven de aquellos días –copias pasadas en limpio– son modelos de buena caligrafía. Sin embargo, la caligrafía fue, precisamente, uno de los primeros lugares donde se manifestaron los trastornos de la psique de Walser. En algún momento de la treintena (él es impreciso respecto de la fecha), comenzó a sufrir calambres psicosomáticos en la mano derecha. Walser atribuyó esos calambres a una animosidad inconsciente hacia la pluma y solo consiguió superarlos reemplazando la pluma con el lápiz.
Escribir con un lápiz fue tan importante para Walser que lo llamó su «sistema lápiz» o «método lápiz». El método lápiz implicaba más que el mero uso del lápiz. Cuando se pasó a la escritura a lápiz también modificó radicalmente su letra. A su muerte dejó unas quinientas hojas de papel cubiertas de margen a margen con hileras delicadas, diminutos signos caligráficos a lápiz; en una letra tan difícil de leer que en un primer momento su albacea creyó que esos papeles eran parte de un diario escrito con un código secreto. Pero Walser no llevaba ningún diario, ni esa letra era un código. En realidad, los manuscritos de su última época están escritos en alemán corriente, pero con tantas abreviaturas idiosincráticas que, incluso para los editores familiarizados con su letra, no siempre es posible descifrarlos de manera inequívoca. Numerosas obras de los últimos tiempos de Walser, incluyendo su última novela, Der Rauber (veinticuatro hojas de microescritura, unas ciento cincuenta páginas impresas), han llegado hasta nosotros solo en versiones escritas con el «método lápiz».
Más interesante que el desciframiento de la letra misma es la pregunta de qué le permitía a Walser el método lápiz que la pluma ya no podía proporcionarle (todavía estaba dispuesto a usar una pluma cuando solo transcribía, o para redactar cartas). La respuesta parece ser que, al igual que un artista con un carboncillo entre los dedos, Walser necesitaba alcanzar un movimiento constante y rítmico de la mano antes de poder deslizarse en un estado mental en el que el ensueño, la composición y el flujo de la herramienta de escritura se convertían prácticamente en la misma cosa. En un escrito titulado «Bosquejo a lápiz» de 1926-1927, menciona la «dicha única» que le permitía el método lápiz. «Me tranquiliza y me alegra», declaró en otro momento. Los textos de Walser no avanzan según una lógica o una narrativa, sino mediante estados de ánimo, fantasías y asociaciones; por temperamento, él, más que un pensador que sigue una argumentación o un narrador que sigue una línea narrativa, es un preciosista. El lápiz y esa taquigrafía que él mismo se había inventado hacían posible un movimiento de la mano resuelto, ininterrumpido, introvertido e impulsado por los sueños que se habían vuelto indispensables para su ánimo creativo.
La más extensa de las últimas obras del último período de Walser es Der Rauber, escrita entre 1925 y 1926, pero que no pudo ser descifrada y publicada hasta 1972. La historia es tan ligera que llega a ser insustancial. Trata de los enredos sentimentales de un hombre de mediana edad conocido simplemente como «el ladrón», un hombre desempleado que consigue subsistir en los márgenes de la buena sociedad de Berna gracias a una modesta herencia.
Entre las mujeres que el ladrón persigue tímidamente, hay una camarera llamada Edith; entre las mujeres que lo persiguen a él de una manera un poco menos tímida hay un surtido de señoras que lo desean o bien para sus hijas o para ellas mismas. La acción culmina con una escena en la que el ladrón asciende al público y, ante una nutrida concurrencia, le reprocha a Edith haber preferido a un rival mediocre antes que él. Indignada, Edith dispara un revólver y le causa una herida leve. Se genera una oleada de jubiloso cotilleo. Cuando se asienta la polvareda, vemos al ladrón trabajando junto a un escritor profesional para contar su versión de la historia.
¿Por qué bautizar como «el ladrón» a este tímido galán? La palabra alude, desde luego, al nombre de pila de Walser. Un cuadro de Karl Walser, hermano de Robert, ofrece otra pista. En la acuarela de Karl, Robert, con quince años, aparece vestido como su héroe favorito, Karl Moor, personaje de una de las primeras obras de Schiller, Die Rauber (Los ladrones, 1781). Sin embargo, el ladrón del cuento de Walser no es un bandolero, sino un raterillo y plagiario que no roba otra cosa que las atenciones de las chicas y las fórmulas de la ficción popular.
Detrás de Ladrón-Robber acecha una figura turbia, el autor nominal del libro, que trata a Ladrón-Robber(t) ora como un protegido, ora como un rival, ora como un simple títere que se mueve de situación en situación. Este director escénico critica a Ladrón-Robber por manejar mal sus finanzas, por rondar a chicas de clase trabajadora y, en términos generales, por ser un Tagedieb, un «ladrón de días» u holgazán, en lugar de un buen burgués suizo. Aunque también confiesa que debe andarse con ojo si no quiere confundirse él mismo con Ladrón-Robber(t). Su personalidad es muy parecida a la de su rival y se mofa de sí mismo incluso al tiempo que lleva a cabo sus huecas rutinas sociales. Cada tanto siente una punzada de inquietud respecto del libro que escribe ante nuestros ojos, por la lentitud de su progreso, la trivialidad de su contenido, la vacuidad de su protagonista.
El ladrón, fundamentalmente, no «trata» de otra cosa que de la aventura de su propia escritura. Su encanto se encuentra en sus sorprendentes giros y cambios de rumbo, su manejo delicadamente irónico de las fórmulas del juego amatorio, y su ágil e inventiva utilización de los recursos del alemán. La figura de su autor, nervioso por la multiplicidad de hilos narrativos que de pronto tiene que controlar ahora que el lápiz se mueve en su mano, recuerda sobre todo a Laurence Sterne, el Sterne más amable de la última época, sin la lascivia ni los dobles sentidos.
El efecto de distanciamiento que se logra con la separación del yo autoral y el yo de Ladrón-Robber(t), y con un estilo en el que se permite el sentimiento a través de un ligero velo de parodia, le proporciona a Walser momentos en los que se puede escribir de manera conmovedora sobre su propia –es decir, de Ladrón-Robber(t)– indefensión en las márgenes de la sociedad suiza: «Él siempre estaba […] solo como un corderito perdido. La gente lo perseguía para ayudarlo a aprender a vivir. Así de vulnerable era la impresión que daba. Se parecía a la hoja que un niño arranca de la rama con un palo, porque su singularidad la hace destacar. En otras palabras, invitaba a la persecución.»
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Jakob von Gunten es traducido de manera ejemplar por Christopher Middleton, estudiante pionero de Walser y uno de los grandes mediadores entre la literatura alemana y el mundo de habla inglesa contemporáneo. En el caso de El ladrón, Susan Bernofsky levanta espléndidamente el desafío del último Walser, particularmente su juego de formaciones compuestas, con las que el alemán es tan hospitalario.
En un ensayo publicado en 1994, Bernofsky describe algunos de los problemas que Walser presenta para el traductor. Uno de sus pasajes más ilustrativos es el siguiente: «Se sentó en el jardín ya mencionado, entrelazado por lianas, enmariposado por melodías, y absorto en su amor por la más bella joven aristócrata, que bajó de los cielos del refugio de sus padres al ojo público, para así, con su encanto, darle al corazón del ladrón una puñalada fatal.»
La ingenuidad de Bernofsky al acuñar la palabra «enmariposado» y sus inventivas para posponer el golpe en la última palabra son admirables. Pero la oración también ilustra uno de los acuciantes problemas de los textos microscópicos de Walser. La palabra traducida aquí como «aristócrata» (herrentochter en alemán), es descifrada por otro editor de Walser como saaltochter, que significa «mesera» en suizo-alemán. (La mujer en cuestión, Edith, es ciertamente una mesera y no una aristócrata). Entonces, ¿la versión de quién aceptamos?
Walser escribía en alto alemán, el idioma que los niños suizos aprenden en la escuela. El alto alemán difiere no solo en una multitud de detalles lingüísticos sino también en su temperamento mismo del alemán suizo, que es la lengua natal de tres cuartos de la población suiza. Escribir en alto alemán –que, si quería ganarse la vida con la pluma, era la única posibilidad que tenía Walser– implicaba, inevitablemente, la adopción de una postura educada y socialmente refinada, una postura que no le era cómoda. Aunque no le interesaba mucho la literatura regional suiza (Heimatliteratur) dedicada a reproducir el folclore helvético y a celebrar tradiciones obsoletas, después de su regreso a Suiza, Walser comenzó a introducir deliberadamente el alemán suizo en su escritura y, en términos generales, trataba de sonar suizo.
La coexistencia de dos versiones del mismo idioma en el mismo espacio social es un fenómeno con el que el mundo anglohablante metropolitano está poco familiarizado, además de que crea problemas insuperables para la traducción al inglés. La respuesta de Bernofsky al denominado dialecto de Walser –que comprendía no solo palabras o frases ocasionales, sino un color suizo en su lenguaje difícil de ubicar con exactitud– es, con toda franqueza, no prestarle atención o, al menos, no hacer ningún intento de reproducirlo. Como dice ella, con justa razón, traducir los momentos en que surge el alemán suizo de Walser evocando algún dialecto regional o social al inglés, solo daría como resultado una falsificación cultural.
Tanto Middleton como Bernofsky añaden una introducción informativa a sus traducciones, aunque la de Middleton ha quedado desactualizada respecto de lo que se sabe de Walser. Ninguno de ellos aporta notas explicativas. Esa ausencia se siente en especial en El ladrón, que está salpicada de referencias literarias, incluyendo alusiones a zonas poco conocidas de la literatura suiza.
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El ladrón es más o menos contemporánea en su composición al Ulises de Joyce y a los últimos volúmenes de En busca del tiempo perdido de Proust. Si se hubiera publicado en 1926, podría haber afectado el rumbo de la literatura alemana moderna, presentando e incluso legitimando como tema las aventuras del yo que escribe (o que sueña) y de la línea serpenteante de tinta (o lápiz) que surge bajo la mano que escribe. Pero no ocurrió así. Aunque antes de la muerte de Walser se inició un proyecto de reunir sus escritos, no fue hasta que se publicaron los primeros tomos de unas obras completas más eruditas, y después de despertar el interés de lectores en Inglaterra y Francia, que empezaron a prestarle verdadera atención a Walser en Alemania.
Hoy día se juzga a Walser a partir de sus novelas, incluso aunque estas no comprenden más que una quinta parte de su producción, y a pesar de que la novela propiamente dicha no era su fuerte (las cuatro ficciones largas que dejó en realidad pertenecen a la tradición menos ambiciosa de la novela corta). Él se siente más cómodo con las piezas más breves. Textos como «Historia de Helbling» (1914) o «Kleist en Thun» (1913), en que los tonos apastelados de los sentimientos se inspeccionan con la más ligera de las ironías y la prosa responde a corrientes de sensaciones que pasan con la sensibilidad de las alas de una mariposa, son el mejor ejemplo de su talento. Su propia vida, poco interesante pero, a su manera, desgarradora, era su único tema verdadero. Todas sus piezas en prosa, sugirió retrospectivamente, podrían leerse como capítulos de «un relato largo, sin trama y realista», un «mutilado e inconexo libro del yo».
¿Era Walser un gran escritor? Si uno, finalmente, titubea antes de llamarlo grande, comentó Canetti, es solo porque nada podría serle más ajeno que la grandeza. En uno de sus últimos poemas, Walser escribió:
I would wish it on no one to be me
Only I am capable of bearing myself
To know so much, to have seen so much, and
To say nothing, just about nothing.
[No le deseo a nadie ser yo.
Solo yo soy capaz de soportarme.
Saber tanto, haber visto tanto y
no decir nada, absolutamente nada.]