Marta María Ramírez
Sumado a la responsabilidad habitual de indagar en temáticas y profundizar desde investigaciones organizadas a través de una metodología –a veces, no científica, pero sí diseñada para encontrar verdades, desentrañar conflictos, contar historias que entran o no en la agenda setting de los medios de comunicación masivos–, a la documentalística en la Cuba de los noventa le tocó cargar con el sambenito de ser la única opción para informar sobre zonas ausentes del discurso cubano, de su identidad, a grandes masas de público nacional o interesado en lo que ocurría en esta Isla, que se debatía, como uno de los últimos reductos del socialismo real y del capitalismo, entre el hambre y la supervivencia, el irse o quedarse, adaptarse o morir, ser o no ser; así de drástico.
Las temáticas relacionadas con la llamada diversidad sexual, con la comunidad LGBTI (lesbianas, gays, bisexuales, transgéneros e intersexuales) eran censuradas dentro de las dinámicas productivas de los medios cubanos, más cuando, situados en los márgenes, estos grupos constituían una cultura de resistencia con todas las de la ley, en una sociedad que, en la cinematografía, aún hoy se vende homogénea, bajo la imagen del «hombre nuevo».
No podemos olvidar que, entonces, todos los medios eran «órganos» –entendidos como vitales riñones o el corazón– estatales; todos, oficialistas; todos, partidistas del único partido legal en la Isla; mientras sus gestores eran entendidos como «soldados de la Patria». Tampoco, ignorar la historia de la homofobia de Estado que el gobierno instauró desde su llegada al poder en 1959.[1]
Aunque en 1994 la realizadora cubana Lizette Vila había mostrado su documental institucional Y hembra es el alma mía, y Gay Cuba de Sonja de Vrie y Conducta impropia, de los exiliados Néstor Almendros y Orlando Jiménez-Leal, circulaban en casetes VHS entre personas de una élite cultural interesada en estos temas; y aunque la televisión cubana, desde un espacio estelar como Sabadazo, legitimaba un transformismo que, entre otras muchas distinciones, no problematizaba con el universo gay, fueron Margaret Gilpin y Luis Felipe Bernaza los que se adentraron en el transformismo cubano y descubrieron una cultura de resistencia LGBTI aliada a otra: la de los habitantes de la localidad habanera de La Güinera, vista como marginal pese a estar conformada por obreros, por la clase trabajadora. Mariposas en el Andamio muestra con naturalidad esta alianza al contar la historia de un grupo de transformistas que arma un club para los vecinos, bajo los auspicios del Comité de Defensa de la Revolución (CDR), la oficial organización de masas.
Los testimonios dan cuenta de las dificultades de estas personas para superar un estigma que los marca en una sociedad machista, discriminadora, y describe cómo lograron su inserción en ella –también machista, pero, al menos, solidaria, tolerante–. Estos, en conjunción con los artistas, se enfrentaban a un hecho ilegal según las normas vigentes en la Cuba de esos años. Puntualicemos que, desde 1988, el reformado Código penal, en su artículo 303 titulado «Escándalo público», señalaba que «se sanciona con privación de libertad de tres meses a un año o multa de cien a trescientas cuotas al que: a) importune a otro con requerimientos homosexuales; b) ofenda el pudor o las buenas costumbres con exhibiciones impúdicas o cualquier otro acto de escándalo público; c) produzca o ponga en circulación publicaciones, grabados, cintas cinematográficas o magnetofónicas, grabaciones, fotografías u otros objetos que resulten obscenos, tendentes a pervertir y degradar las costumbres.»[2]
En este contexto tan impreciso como homofóbico, el documental aludido tuvo corta vida en las salas de cine del Festival de La Habana de 1995. Su única proyección en el céntrico cine Yara terminó con policías reprimiendo a la larga y desorganizada fila y con su censura posterior. Tras la amonestación, el ya fallecido Bernaza comentaba con una claridad absoluta al diario estadounidense El Nuevo Herald que «el gay y el transformista se han convertido en la conciencia crítica de la sociedad. Son los que han tomado la batuta. Por eso el pueblo los apoya. El negro, el obrero, el santero, el cristiano que ha sido perseguido, todo el que va a un espectáculo de travestis, los apoya, porque se apoyan a sí mismos. Todos son minorías tomando conciencia.»[3]
Mariposas… traza un camino, el de la naturalización de un fenómeno, de una cultura de resistencia gay y, por tanto, uno de denuncia que siguen Ser o no ser Eduardo (Javier Echeverría, 1999) y Suite Habana (Fernando Pérez, 2005), ambos de realizadores cubanos en Cuba.[4]
Así, llegamos hasta Máscaras (2014) –con su pequeño antecedente en un trabajo de clase como Margot (2012)–, material con el que su realizador Lázaro González se gradúa de la licenciatura de Periodismo en la Universidad de La Habana. El panorama al que Lazarito se enfrentaba cuando tocó a mi puerta en busca de asesoría –pocas investigaciones se habían adentrado en el mundo de esta cultura de resistencia– era otro. Pese a la marginación de la que aún son objeto personas LGBTI en la Isla, las cosas estaban cambiando al amparo de una institución como el CENESEX (Centro Nacional de Educación Sexual): en 2010 los transformistas que se unieron al grupo TransCuba de esta institución estatal, dejaron de ser vistos como parte de las personas transgénero para comenzar a ser legitimados como artistas, como representantes de una tradición anclada en el teatro vernáculo.[5] Las leyes habían cambiado también, aunque no al ritmo urgente que personas LGBTI requerían: hubo derogaciones de algunas, y otros alivios tácitos para este grupo.
El antecedente de esta serie de cambios está fijado en 2008, específicamente en el día 17 de mayo, cuando Cuba celebra en el Pabellón Cuba su acto central por el Día mundial contra la homofobia, cuya apoteosis es una gala de transformistas habaneros en el cine-teatro Astral, dirigida por un maestro como Carlos Díaz, director de Teatro El Público y, para mí, padre del teatro queer cubano posrevolucionario. Gracias a esto, en 2010 lográbamos inaugurar en el capitalino Cabaret Las Vegas el primer show de transformismo reconocido por el Ministerio de Cultura de Cuba, en colaboración con el CENESEX. Las anfitrionas fueron Margot Parapar (Riuber Alarcón) e Imperio de Cuba (Abraham Bueno), que esperaban profesionalizarse como transformistas en el sistema impuesto por las autoridades culturales del país, mientras disfrutaban no tener que arriesgarse a redadas policiales en los espacios –conocidos como «fiestas»– que proliferaron desde los noventa.
A Lazarito le tocaba mostrar los retos de este arte, los retos de ser absorbidos por el star system, de no achantarse; y otro más difícil que era legitimar ese arte como expresión de una cultura gay, con toda la historia cubana, no desde el Kabuki o expresiones foráneas de cuando les estaba vedado a las mujeres subir a los escenarios. Máscaras, desde lo estrictamente formal, no lo logró –la crítica es también contra mí misma que tutoré ese trabajo de diploma–, pero sí tiene el mérito de ser el primer material que contrasta la vida y la obra de un transformista habanero como Riuber Alarcón, y la de uno del centro de la Isla como Pedro Manuel González con su personaje Roxy Rojo, una rusa que cobró vida en el centro cultural santaclareño El Mejunje.[6] Lazarito indaga en los problemas reales del transformismo hecho aquí, pero no problematiza con los nuevos retos a los que se enfrentan sus protagonistas, retos cuya aceptación oficial conduciría a un público LGBTI que sería parte de una cultura gay lista para enlatar y vender, no para resistir.
Máscaras adolece de una mirada que yo veía más queer, con una estética como el cine de Todd Haynes (Velvet Goldmine, 1998), más al estilo de un documental como Paris isburning (1990) de Jennie Livingston: algo cutre, difícil, duro…, hermosamente fotografiado.
Paralelamente aparece La mujer de mi vida, del cubano Carlos Collazo, que enfrenta a los transformistas legitimados desde la década de los noventa en la televisión cubana, con estos supuestos otros recién aprobados y llegados a medios de comunicación cubanos como agentes importantes, como activistas de la lucha de CENESEX contra la homofobia. Collazo problematiza, pero siempre ganan los más poderosos, como en la vida real, quizá porque es un documental.
Hay solo cuatro transformistas profesionalizados, ligados a otros proyectos artísticos (no propios). Las instituciones cubanas desconocen sus necesidades de formación para suplir grandes lagunas en temas de artes escénicas. El resto, la mayoría, permanece en los márgenes, sin espacios. La alianza con otros grupos desposeídos quedó en la intención. Nadie duda de la legitimidad del proceso artístico-comunicativo que le ha otorgado su «estimado público», que ha dicho desde hace mucho tiempo, aun contra férreas prohibiciones, la última palabra. Mientras, yo escribo estas notas apuradas con la esperanza de que algún investigador se interese en seguir el vuelo errático emprendido por Mariposas…
[1] Propongo una revisión de la «Cronología TransCuba» que armé con múltiples fuentes –vivas o pasivas– para poder estudiar el tema a inicios de los dos mil: https://transcuba.wordpress.com/2010/07/18/cronologia-transcuba-1571-2010.
[2] TransCuba, «Cronología de la homosexualidad en Cuba», ‹http://www.gabitos.com/Cuba_Eterna/template.php?nm=1469114826› [15-08-2016].
[3] TransCuba, «Transformismo revolucionario (1968-1997)», ‹https://transcuba.wordpress.com/2010/08/24/transformismo-revolucionario/› [15-08-2016].
[4] Hay otros materiales, como Dos Patrias: Cuba y la noche, documental escrito, producido y dirigido por el alemán Christian Liffers, pero no me voy a ocupar ahora de los foráneos.
[5] Cfr. «De Fuller a Musmé», ‹https://transcuba.wordpress.com/2010/08/25/defulleramusme.›
[6] Surgido en 1980, el centro cultural El Mejunje de la ciudad de Santa Clara, en un homenaje a Freddy Mercury tras su muerte en 1991, abre por primera vez su espacio a la cultura LGBTI con un show de transformismo.