Ysabel Muñoz Martínez
Mario Bellatin, El libro uruguayo de los muertos, La Habana, Casa de las Américas, 2015.
De acuerdo al tiempo empleado para el acto de lectura, por suerte o infortunio, no podría nombrarme entre los que dilatan un libro para prolongar en paralelo el disfrute de retomar las tensiones de la obra. Sería más bien de aquellos que le dedican las horas continuas de una única jornada, y regalan pausas solo al café o al asombro ante el genio del escritor. De cualquier forma –y no es ni mi culpa ni mi mérito–, estoy desarmada ante autores que, aun prescindiendo de las reglas de mercadotecnia convencionales, apenas permiten al lector abandonarlos. Últimamente culparía por tomar posesión de mi atención, entre otros, a Mario Bellatin (México, 1960), figura de amplia repercusión y prestigio internacional.
La obra de este reconocido escritor ha merecido el interés de un gran público y una crítica favorable, gracias a la novedad de su propuesta narrativa y al aliento singular que ha ofrecido a las letras contemporáneas. Su escritura, a pesar de que en ella se reconoce la influencia de otros autores del continente, dista de las restricciones de un canon dentro del convulso panorama actual de la literatura latinoamericana: el universo Bellatin es un canon propio. En su trayectoria podemos encontrar la presencia constante de la deformidad y lo monstruoso, la reflexión sagaz y desfigurada sobre nuestro sistema axiológico desde la universalidad que ofrece la literatura, y una búsqueda estilística de la síntesis en el debate angustioso del escritor y la palabra. Pero más allá de las conclusiones sobre los mecanismos discursivos que en él accionan, los misterios de la literatura y de su literatura le han ganado lectores vitalicios, ávidos de todo lo que lleve su firma. Parece también depararle la posteridad la obligada mención en las historias literarias o la bizarra condición de autor de culto.
La más reciente obra por él entregada al lector impaciente, El libro uruguayo de los muertos, lejos de defraudar expectativas, conduce al goce de hallar en él la mayor recapitulación de sus líneas creativas, en una suerte de resumen de su poética. Galardonada con el premio de narrativa José María Arguedas 2015, que otorga Casa de las Américas, y de inmediato considerada hasta el momento como la mejor escrita por su autor, la obra no demanda más lisonjas. Se trata, sin dudas, de una lectura imprescindible.
Ante la pertinencia de palabras introductorias y generales, diría que es un libro resumen de los derroteros hasta ahora transitados por Bellatin en relación con lo temático y las propias técnicas de narración. Muchos de los temas que surcan esta obra se corresponden con episodios narrativos anteriores: el fantasma de Frida Kahlo y las ánimas que vagan durante el día de los muertos son la excusa de la memoria, tal como ocurre en El jardín de la señora Murakami (2000); con el personaje Bellatin, autobiográfico y ficcionalizado −que sufre de la deformidad propia y ajena, la visión alterada del mundo y la fatalidad del abandono−, regresan las voces de El gran vidrio (2007) o de Shiki Nagaoka: una nariz de ficción (2001); y, muy especialmente, los dominios de la enfermedad y las propuestas de enfrentamiento ante la muerte, son también elementos que descubrimos atónitos en Salón de belleza (1994).[1]
Bellatin combina motivos dispersos, retomados una y otra vez: el viaje a La Habana con Sergio Pitol (el Coleccionista), la perspectiva del escritor ante los procesos de creación literaria, la escritura de la biografía de una Frida Kahlo también cercenada, la experiencia de la religión, las relaciones y reminiscencias de una familia grotesca, personajes y situaciones como los baños públicos o el masajista, etc. Sin embargo, las presencias dominantes serán las dos pasiones del autor: la fotografía y los perros. La estrecha relación de la fotografía con la literatura es palpable en todo momento, pues al mostrarnos las «reglas» autoimpuestas por el escritor para tomar las mejores fotografías, aparecen también las instrucciones para la composición literaria. A su vez, Bellatin reflexiona sobre las divergencias de ambos formatos discursivos:
La cámara lo puede revelar –ese secreto–, estoy seguro, no la palabra escrita, que en sí misma está imposibilitada de replegarse. Lo que se repliega es la superficie, el papel, pero la imagen ya de por sí demuestra su unidad. Lástima que no sirva para mayor cosa, quizás porque no puede recorrer el arco narrativo necesario para el encuentro de una mirada que haga evidente la existencia de los dos abismos que se establecen entre ellas. El famoso punto de vista necesario, insondable, capaz de no transferir el amor a un objeto divino, sino la metamorfosis del sujeto del amor humano.[2]
Nos topamos de frente con un andamiaje concebido al unísono desde lo epistolar, biográfico, narrativo, fantástico y metaliterario, por lo que definir la estructura del libro desde los modelos conocidos resulta de gran dificultad. Pronto asalta la duda de quién es el destinatario incógnito al cual Bellatin-personaje dirige la pieza, sin saber si es solo una manipulación ficcional o parte de una experiencia de vida. De cualquier forma, creo que el interlocutor de esta obra no es otro que el «lector ideal» del trabajo hasta ahora desarrollado por Bellatin, aquel capaz de dialogar y establecer conexiones con el resto de sus obras. Por esta misma razón, El libro uruguayo de los muertos es una invitación abierta a la lectura de sus libros anteriores y a la posibilidad de multiplicar el disfrute más allá de la autonomía, desde la intertextualidad.
He aquí un texto en apariencia monolítico debido a su extensión indivisible hacia el interior, o sea, a la ausencia de capítulos u otra segmentación; no obstante, la alternancia de narraciones, monólogos o diversas focalizaciones, nos aseguran una fiesta en cada línea gracias a una diversidad que sigue empujando los límites de la literatura. Seguir este texto y «contar» lo que en él pasa, puede resultar confuso porque, similar a las líneas estructurales desarrolladas en previas creaciones, la narración se abre a historias que no conducen a ningún lugar; historias sin desenlace, bifurcadas, truncas o repetidas.[3]
La fragmentación será el eje de una escritura que intenta, a partir de una simulación de lo interminable, reproducir el funcionamiento de una mente hiperactiva, a veces ávida de contarlo todo, a veces perezosa y hastiada de su labor; se trata de una especie de desnudez del pensamiento o traducción verbal de esa espontaneidad sináptica. Lo más importante es que no hay materia vacía o puro regodeo formal, pues hallamos las disquisiciones espirituales del intelectual desde la interrogante ontológica, casi socrática: «Tu imagen en el espejo, ¿te refleja?»,[4] hasta el acercamiento a las complejas relaciones entre la realidad y la literatura, comprendiéndolas como entidades de límites difusos e inclusivos. En este sentido, como cambio de perspectiva en la comprensión de la realidad circundante,[5] sus escritos privilegian lo deforme, lo desproporcionado, lo absurdo e ilógico, coqueteando con los oscuros interregnos de lo fantástico.
Parte del sello Bellatin que no permitirá al lector bajar la guardia será la transgresión manifestada en múltiples niveles: no solo encontramos fragmentos íntegros duplicados a lo largo del texto, sino también pasajes conocidos de sus obras anteriores, lo que produce, sin dudas, mayor desconcierto. En la formulación de su relato biográfico, la cronología renuncia a ser asidero confiable, con un comportamiento temporal irregular y discontinuo. Tampoco el espacio brinda seguridad alguna, muy al contrario, abandona las funciones esperadas de anclaje para devenir elemento desestabilizador. Como parte de su «travesura» el autor nos ofrece al final unas «Notas quizás útiles para algún lector», con las cuales nos convencemos una vez más de su gran juego: donde esperamos encontrar una guía, solo aparecen pequeños detalles de una fotografía mucho más amplia, una concentración de las piezas del puzzle que ha resultado todo el texto.
Con título semejante, el autor ha señalado su homenaje a la literatura uruguaya, pero las referencias dentro del texto dicen un poco más, al invocar la universalidad de la literatura desde la subversión de símbolos y nacionalidades. Para ganancia de la obra, el autor no obvia otra de sus líneas, la relativa a los motivos asiáticos; línea que desarrolla con tonos burlescos que reflexionan sobre la complejidad de los códigos culturales, y en los cuales se perciben de inmediato las relaciones, siempre tensas, entre el localismo y la universalidad.
Los mundos presentados en este caos parecen buscar la infinitud; quizás por eso el acercamiento al polimorfismo y la heterogeneidad temática de su obra con ánimos totalizadores, son intentos de lo imposible. Definir la geografía de El libro uruguayo de los muertos es batalla perdida de antemano, pues apenas podemos cartografiar las zonas más recurrentes y significativas que conforman su entramado literario. Sin embargo, podemos destacar uno de los aspectos que apuntan a la superioridad de este texto frente a sus entregas anteriores: el compendio de las líneas más importantes hasta el momento trabajadas por su autor, en una experiencia literaria que con el punto final aún no concluye para el lector. A pesar de dificultar una reseña, la condición plural del texto garantiza el interés por encontrar en sus páginas una propuesta de frescura y originalidad, que sobresale en el ingente caleidoscopio de la narrativa hispanoamericana de hoy. Resta solo preguntarse qué nos traerá el próximo libro de Mario Bellatin, porque otros caminos ya han quedado abiertos.
[1] Confróntese un resumen de su poética hecho por el propio Bellatin en El libro uruguayo de los muertos, La Habana, Casa de las Américas, 2015, p. 192.
[2] Ibídem, p. 195.
[3] Jorge Fornet, «Narrar Latinoamérica a la luz del bicentenario», Temas, La Habana, n. 65, 2011, p. 10.
[4] Mario Bellatin, ob. cit., p. 131.
[5] Mario Bellatin y Jorge Volpi, «Dialogo de la lengua» (entrevista por Caridad Plaza), Quorum, n. 19, p. 111.