Yuniel Reyes
Winfried Georg Maximilian Sebald (Algovia, Baviera, 18 de mayo de 1944 – 14 de diciembre de 2001, Norfolk, Reino Unido), más conocido como W. G. Sebald, fue un teórico de la literatura, profesor y autor alemán de los más interesantes de los últimos tiempos. La obra de Max, como lo llamaran sus amigos, a veces de carácter inclasificable, alcanzó amplio reconocimiento internacional en los años que van desde 1987 hasta 1999, y encontró lectores multiplicados y una crítica que celebró el mestizaje de géneros (tales como el non fiction y la crónica ficticia de personajes reales) y sus biografías, dentro de lo que destaca una pasión por los materiales auténticos, las fuentes confiables, las fotografías de la época y las monografías históricas. Textos como los de Descripción de la desdicha (1995), Del natural (1988), Vértigo (1990), La patria terrible (1991), Los emigrados (1992), Los anillos de Saturno (1995), Huésped en una casa de campo (1998), Historia natural de la destrucción (1999), Austerlitz (2001) y Campo Santo (2003), integrado por un grupo de ensayos póstumos, hacen de este escritor un obseso de la historia menos ilustre. Lector incansable como ninguno de sus contemporáneos, Sebald posee un tono melancólico que indaga en la función y el significado de la memoria y el recuerdo, en problemáticas tan controversiales como la relación judío-alemana. Heredero de Canetti y Walter Benjamin, entre otros, sus libros –novelas, ensayos filosóficos y documentos de una era– deparan, a quien se adentre en ellos, una cita con la inteligencia.
Reflexiones sobre Canetti[*]
Mutatio Mutationis. Con la invasión de la metafísica del grotesco han reaparecido los seres que en otro tiempo habían sido proscritos. La fantasía romántica salvó, en primer lugar, aquello que había sido olvidado tras desterrar lo inorgánico: que lo que había vivido una vez, estaba listo y preparado para resurgir. El grito de la mandrágora a medianoche en el preciso instante de su nacimiento, parece expresión de la dolorosa ambigüedad que se adjudica a estas criaturas en su renacida existencia. En la alquimia, su poder para realizar milagros parece ligado a la deformidad de su cuerpo minúsculo. A diferencia del Golem, que no necesita de su imperfección física para ser un instrumento de salvación, estos seres sí necesitan de ella para tener su fuerza mágica. En los cuentos de hadas, el equilibrio natural se restablece al final, y a los que fueron hechizados con una joroba se les devuelven las vestiduras magníficas y la estatura principesca que les correspondían por derecho. En esas narraciones, si los que estaban determinados al sacrificio se ayudaban los unos a los otros, la transformación aún era posible. Es gracias a la complicidad mutua que se redimen la oca Mimi y el enano Nase, y es así también como la cigüeña califa[1] logra salvarse. En el carácter optimista de estos cuentos populares se apoyó la crítica literaria para incentivar su publicación.[2] Sin embargo, la situación es diferente en los espacios más realistas de una novela particular,[3] pues en ella el cielo ideal, cubierto de estrellas, se transforma en el techo lleno de humo de un antro, semejante al de las obras satíricas de Nestroy.[4] De estas criaturas solo nos han quedado las elegidas, inmortalizadas en las mesas de mármol de la tradición literaria;[5] cada una de ellas «gobierna un universo propio», de forma que el aislamiento y la soledad del sinólogo loco[6] y del pequeño y corcovado proxeneta[7] ya no pueden franquearse a través de la compasión y el afecto, sino solo mediante el engaño. Si bien también Fischerle –«el judío más inofensivo del mundo»–[8] aspira secretamente a salvarse, confía en las artimañas de la razón y calcula el posible desenlace de los acontecimientos, de forma que al final sucede aquello que se empeñaba en impedir.Si se trata de eliminar la joroba –nos cuenta Fischerle– se le pone
en las narices un millón al famoso cirujano. Señor, se le dice, quíteme usted la joroba y le doy el millón. Por un millón haría una obra de arte. Una vez operado, se le explica: querido señor, lo del millón era mentira, pero aquí tiene estos miles. Puede que incluso el señor le agradezca. Quemarían la joroba y él podría andar erguido el resto de su vida. Pero un hombre inteligente no hace tonterías. Toma su millón, enrolla muy bien los billetes y con ellos se fabrica una nueva joroba. Se la fija y nadie lo nota. Él sabe que no tiene joroba alguna, las personas creen que sí. Sabe que es un millonario, las personas creen que es un alma en pena, un pobre diablo. Al dormir se acomoda la joroba en la barriga. ¡Dios mío! Como quisiera él también poder dormir una vez sobre la espalda.
Esta ensoñación sin sentido es terriblemente rara y desoladora, porque, según ella, el enano jorobado estaría urgido de esconder su nueva forma detrás de una prótesis, para protegerse de la envidia y los celos de su entorno. Quiere, una vez corregida su deformación, vengarse, lleno de resentimiento, de la belleza. En los cuentos de hadas no sucede nada parecido. Fischerle, sin embargo, reacciona de forma distinta al sacrificio. El hecho de que no pueda escapar de esta determinación, a pesar de todas las predicciones, es consecuencia de la lógica de la novela, lógica que se ha tomado prestada del orden que reina en su mundo. La forma en que Fischerle muere más tarde, ya que su sueño se transforma en una pesadilla, hace que el consuelo final de los cuentos de hadas se desvanezca. A aquellos que mueren de manera más o menos violenta no se les concede la metamorfosis y, por ello, tampoco la salvación de sí mismos ni la de los otros, y se dice que ellos, una vez convertidos en espíritus, nunca serán capaces de librarse de su apariencia deformada.
Cave Canem. Los perros, esa especie que deambula junto al hombre en la tierra y es tan habitual en Kafka, ocupan el tercer lugar en las consideraciones de Canetti relacionadas con la jerarquía de los seres vivos y los etéreos. Estos, como se deduce fácilmente de la conocida escena en su novela en la que un perro hace notar su relación con el más allá,[9] parecen habitar un espacio intermedio, raro y oscuro, al que la comprensión humana puede seguirlos solo en parte. La extrañeza de la naturaleza canina fue registrada por Bruno Schulz, el traductor polaco de Kafka procedente de Galitzia, en un fragmento en el cual informa que en las cercanías del sanatorio en el que se encontraba abundaban perros negros, de diferentes tamaños y formas, y «andaban agazapados en la oscuridad sobre todos los caminos y puentes, silenciosos, tensos y atentos a sus asuntos». La posibilidad de que observaciones como la de Schulz puedan ser fragmentos de una pneumatología, es confirmada categóricamente por el propio Canetti en los Apuntes correspondientes al año 1942, donde escribe «sobre la monstruosa vida de los perros»:
Un [perro] más joven puede acercarse a uno más viejo, lo que eventualmente da lugar a una nueva cría. Mucho antes que nosotros, los perros habitaban entre monstruos y enanos, quienes eran sus semejantes y poseían el mismo lenguaje. ¡Increíble, las cosas que les ocurrían! ¡Qué extremos no intentaban de vez en vez aparearse! ¡Cómo temían, cómo se sentían atraídos hacia el mal! Y siempre cerca de sus dioses, un silbido y la vuelta al riguroso mundo de la carga simbólica. Parece con frecuencia como si todo el mundo religioso que nos hemos imaginado, con demonios, enanos, espíritus, ángeles y dioses, estuviera tomado de la realidad de los perros.
La condición canina es la caricatura y el sino de la existencia humana. Al descubrir que esta es rabiosa y de un ajetreo incesante, nos sumergimos en la desesperación, además de reconocer el destino de los hombres en el cautiverio del animal domesticado. Probablemente nuestra culpa radica en que nosotros, tal cual Kafka reconoció, levantamos nuestra nariz del suelo, para ser, a la vez, ridículos e indecentes al decidirnos a ir erguidos sobre las patas traseras y erigirnos como amos sobre los animales. Así como la vida miserable de los que encadenamos se transforma en una condena para la propia existencia humana, también, a la inversa, nuestra existencia pudiera ser el castigo que han recibido ciertos dioses antiguos, que durante su reinado fueron arrogantes con nosotros. Las analogías que resultan de esa coincidencia son las investigaciones y especulaciones de un perro, condenadas a no ser más que un mero rumor.[10] Se trata, a fin de cuentas, en estas desesperanzadas pero imprescindibles investigaciones, de indagar sobre el sentido de las acciones y el esfuerzo humano. De este modo, el perro se convierte en vehículo de la salvación del hombre, siempre y cuando este último reconozca el valor del primero. Identificarse con esa condición canina ha sido desde entonces la razón de ser de algunos elegidos, pero los esfuerzos de esos personajes por comportarse como «perros», como demostraría Fischerle frente a Kien, han sido tan insignificantes como las intenciones de la Imitación de Cristo. En el caso de Fischerle, claro está, no se trata de metafísica, sino del título mundial de ajedrez. Con el agresivo «¿soy un perro?» lanzado por Fischerle, lleno de indignación bajo la mesa, detrás del profesor Kien –quien en primera instancia no le da la menor importancia al enano junto a sus piernas–, este reprocha al profesor Kien y minimiza la parte que le corresponde a este personaje. De esa manera, al final, si bien es sacrificado en la novela, no obtiene la salvación, pues, según palabras de Kafka, «uno se tiene que colocar bajo los bichos, para poder ser salvado.» Fischerle no puede identificarse con los reprimidos, a pesar de ser él mismo un reprimido. En lugar de Fischerle, el autor lleva a cabo esta identificación, pero del personaje solamente puede esperarse consuelo en lugar de salvación. Canetti comparó en un discurso en honor al cincuenta cumpleaños de Broch, la esencia del poeta verdadero con la de un perro. «El poeta –decía– es el perro de su tiempo. Se desplaza impulsado por sus propias razones, se queda quieto aquí, decididamente visible, aunque siempre infatigable, sensible a los silbidos de arriba –no precisamente siempre fáciles de incitar y más difíciles de hacer volver–, impulsado por una inexplicable depravación: en todo mete su hocico húmedo, nada omite. Regresa, comienza desde el principio, insaciable. Por lo demás, duerme y traga. Pero esto no lo distingue de los otros seres. Lo que lo distingue es la tenebrosa insistencia de su vicio, ese gusto detallado, fervoroso e interrumpido por el andar. Así como nunca recibe suficiente, tampoco recibe lo suficientemente rápido. Justamente es como si hubiera aprendido a andar expresamente para el vicio del hocico». Seguramente estas desatendidas representaciones de la vida de un poeta encontrarían su espacio junto a las ideas equivalentes sobre la elevada perspicacia de los poetas, en la medida en que la relevancia del sentido del olfato corresponde, de cierta forma, a la ceguera de Tiresias; pero esta no sería más que una inversión y una frivolidad, si no se comprendieran, como su más profunda verdad, las dificultades que entraña una vida escindida entre el miedo y la fidelidad.
Panis Angelicus. Para Canetti, el origen de los ángeles responde al deseo de crear seres humanoides de apariencia perfecta, sin que fueran hombres. Por tanto, de esa afirmación se deduce que la invención de estos seres coincide con un desafío al mandamiento teológico que prohíbe a los hombres hacerse imágenes de sí mismos, trasladando su angustia metafísica a representaciones y símbolos. Como si ese desacato a las Tablas de La Ley se hubiera vengado a través de los ángeles mismos, desde hace algún tiempo estos han sido apartados de la atmósfera de atemporalidad paradisíaca que los rodeaba y han sido expuestos al cansancio y al envejecimiento. Un testimonio temprano de este fenómeno sería la Melancolía de Durero. Si bien esta se presenta en forma de ángel, su rostro triste es de una gravedad tan terrenal que parece que nunca más podrá volver a elevarse. De manera funesta, el reloj de arena, al fondo, señala que sus horas están contadas. Desde entonces, los ángeles han perdido aura y singularidad, y han emigrado a los terrenos desconsolados del cliché, ya sea como símbolos de belleza inglesa en las novelas clasicistas, como figuras de yeso en los cementerios burgueses o como ángeles desgastados de Hollywood. El Angelus Novus de Klee es un aborto, un engendro del vacío legado por «el Nazareno», una manifestación de aquella teología negativa y sin fundamento con la que Benjamin se mostró siempre fascinado. El Angelus Novus es de una naturaleza rarísima, y se pudiera comparar con el Odradek[11] ideado por Kafka, al ser otro de esos seres que, al metamorfosearse, adquieren apariencia humana:
Al principio parece un huso de hilo, plano y con forma de estrella; y a decir verdad parece también revestido con hilo, pero con pequeñas hebras de diferentes tipos y colores, arrancadas, viejas, anudadas o enredadas las unas a las otras. Definitivamente no es solo un carrete, ya que del medio de esa forma de estrella sale un pequeño palillo transversal, y a este se añade entonces otro en ángulo recto. Con ayuda de este último palillo por una parte y por otra parte mediante uno de los rayos de la estrella, este todo puede mantenerse como sobre dos piernas.
El Odradek «suele permanecer alternativamente en el desván, en las escaleras, en los pasillos o en el vestíbulo», y su risa «suena a algo así como el crujir de las hojas caídas». A medio camino entre un organismo y un pequeño huso,[12] el Odradek, de acuerdo a una idea benjamiana, aparece en el cuento de Kafka como «la forma que las cosas toman en el olvido». Al igual que el jorobadito de la canción infantil, tiene su sitio –continúa diciendo Benjamin– entre los «ocupantes de la vida deformada». Canetti cuenta en Las voces de Marrakech[13] que se sintió conmovido al encontrarse con otro representante de esta especie de criaturas descabelladas. La escena tiene lugar en un mercado marroquí mientras cae la noche: Canetti se siente atraído por la atmósfera, pero especialmente por una criatura que permanece inmóvil en medio de la agitación general:
La materia sucia y pardusca era como una capucha que tapaba su cabeza y lo mantenía oculto. La criatura –pues tenía que ser una criatura– permanecía en cuclillas sobre el suelo con la espalda doblada bajo la tela. Realmente vi muy poco de la «criatura», solo tuve la impresión de que era algo débil y menudo. Esto era todo lo que se podía suponer. No supe cuán grande era, pues nunca la vi de pie. Lo que yacía en el suelo se hallaba tan rasante, que, si hubiera tropezado con ello desprevenido, nunca hubiera parado de chillar.
El sonido que anuncia la presencia de este ser es como un «profundo zumbido de e-e-e-e-e-e-e-e»,[14] y Canetti describe la voz que lo produce como «en el límite de lo vivo». «Nadie –supone Kafka– canta tan puramente como aquellos que habitan en lo más profundo del infierno; lo que consideramos el cántico de los ángeles es el canto de esos seres.» Por consiguiente, pudiera entenderse el desafinado y continuo gemido de lo «invisible» como el verdadero cántico de los ángeles, y también como el «incantatio dei». «Quizás –conjetura Canetti en Las voces… sobre el destino de esta criatura abandonada– esta no poseía lengua alguna para conformar el sonido de la l en Alá y el nombre de Dios se redujo a e-e-e-e-e-e.» El hecho de que sea un misterio cómo lo «invisible» se desplaza y llega al lugar donde tuvo su revelación, significa, para Canetti, que hay un vínculo entre el Angelus Novus y este «invisible». Del mismo modo, que a la criatura no le interesen las monedas que se le lanzan, tal y como ocurre con los fallecidos, y que no quede claro –puesto que solo a lo «invisible» mismo le incumbe su canto– si se nutre exclusivamente del aire que lo rodea, son también otros elementos que muestran las semejanzas entre este «ser» y el Angelus Novus. En el imaginario místico se creía que los ángeles estaban vinculados a una forma de existencia situada en un punto intermedio entre lo orgánico y lo inorgánico. Debían diferenciarse de esto último por su vitalidad, propia de lo orgánico; pero se acercaban al estado inorgánico puesto que, según una distinción que Novalis hace dentro de la Filosofía de la Naturaleza, carecían de «vísceras» y solo el éter los mantenía con vida. Canetti, quien creía que el carácter antropófago de la alimentación humana es el pecado original que nos acecha, vuelve siempre a las mismas preguntas idiosincráticas: «¿Por qué debe pasar perennemente carne a través de las vísceras de otra carne? ¿Por qué debe ser precisamente esta la condición de nuestra vida?» Si se trata de salvarnos de la culpa engendrada por este pecado, la respiración, la función vital más inocente, ha tenido siempre una importancia particular. La respiración nos eleva, elimina la probabilidad de que caigamos en los mecanismos crueles de la condición humana y nos garantiza el derecho de asilo a regiones más libres. Lo anterior puede relacionarse con un fragmento de Novalis donde él, al hablar de esta función vital, comienza un catálogo luminoso: «Así como nosotros abonamos el suelo para las plantas, ellas nos abonan el aire. Las plantas son hijas de la tierra; nosotros, del éter. El pulmón es realmente nuestro centro de origen. Vivimos cuando respiramos y comenzamos nuestra vida con la respiración». Estas ideas se remontan muy atrás en la tradición al teósofo Jakob Böhme, quien por primera vez las trató en la literatura. En el discurso en honor al natalicio de Broch, Canetti se pronunció dentro de esta tradición con respecto al aire, la atmósfera y las relaciones que estas establecen con la libertad y el cautiverio. Termina sus palabras aludiendo a la «indefensión ante la respiración»:
Se tiende a complejizar este asunto. A nada es el hombre más receptivo que al aire. En él se mueve como el mismo Adán en el paraíso: puro, sin culpa, y libre del temor de que ningún animal malicioso lo aceche. El aire es el último bien común. Se le concede a todos por igual. No es propiedad de nadie, por lo que hasta el más pobre puede tomar de él. Y si alguien tiene que morir de hambre, habrá por lo menos, lo que ciertamente es poco, respirado hasta el final. Y esto, que es común a todos, debe envenenarnos a todos por igual.
De manera retrospectiva, estas palabras pronunciadas en noviembre de 1936 poseen la fuerza de una profecía conmovedora que, si desde aquel entonces hubiera sido escuchada, habría evitado la ceguera de muchos. Solo comprendiendo cabalmente la conclusión a la que hemos llegado aquí, pueden calcularse las dimensiones de aquella alentadora y triste sentencia del Talmud de Babilonia, según la cual el mundo solo existe gracias a la respiración de los niños en la escuela.
[*] Tomado de W.G. Sebald, «Gedanken su Elias Canetti», Literatur und Kritik, n. 65, Salzburgo, Otto Müller, 1972, p. 280-285. Esta es la primera traducción en lengua española.
[1] La oca Mimi y el enano Nase son personajes del cuento «Der Zwerg Nase», mientras que la cigüeña califa es de la historia de igual nombre («Der Kalif Storch»). Ambas obras son del escritor alemán Wilhem Hauff y aparecieron, de acuerdo a la costumbre del periodo Biedermeier, en un almanaque literario en el año 1827. (Nota del traductor)
[2] El periodo conocido como «Biedermeier» en la historia de la literatura de habla alemana, se caracterizó por un control excesivo de las normas de publicación, por lo que obras como estas adquirieron popularidad y recepción gracias a que combinaban, de forma amena, mitos y leyendas de la tradición germana con material del Oriente. (Nota del traductor)
[3] Sebald comienza a referirse aquí a la novela de Canetti Auto de fe. (Nota del traductor)
[4] Johann Nepomuk Nestroy, conocido actor y dramaturgo austríaco, uno de los pocos escritores memorables de este periodo junto a Ferdinand Raimund, su predecesor. Sus obras no se pueden clasificar como pertenecientes al «Biedermeier»; se caracterizan más bien por recuperar la tradición del Barroco y combinarla con elementos realistas. (Nota del traductor)
[5] (Nota del traductor)
[6] El sinólogo loco es Kien, el personaje de Auto de Fe de Canetti. (Nota del traductor)
[7] El autor se refiere aquí a Fischerle, otro de los personajes de Auto de Fe. (Nota del traductor)
[8] Cita de la novela Auto de Fe. (Nota del traductor)
[9] Escena del capítulo «Revelaciones» de la segunda parte de la novela. (Nota del traductor)
[10] Esta idea de Sebald se relaciona específicamente con el cuento de Kakfa «Investigaciones de un perro». (Nota del traductor)
[11] Criatura-personaje del cuento «Las preocupaciones de un padre de familia» de Franz Kafka. (Nota del traductor)
[12] Literalmente, el término que Sebald emplea es «maquinita», es decir, un ser entre lo orgánico y lo inorgánico. (Nota del traductor)
[13] En el original Sebald no se refiere explícitamente al libro de viajes de Canetti, pero sabemos que ese pasaje transcurre allí. (Nota del traductor)
[14] En el original, el autor refiere este sonido representado por la grafía ä y pronunciado como [æ], lo que es equivalente en español al alófono [ɛ] del fonema /e/. (Nota del traductor)