Armando Navarro Rojas
Dolly Back
En una ocasión se habló del contexto artístico cubano de la década de los ochenta del siglo pasado como si fuera una carrera de velocidad: por los distintos carriles se ubicaban las manifestaciones artísticas y la ganadora por amplio margen, según el autor de esta comparación, fue la plástica. Creo que aún esa carrera no termina y, de velocidad, paso a ser de relevo, donde en el segundo tramo (década del noventa) el audiovisual recortó la distancia.
El hálito de renovación impregnado por las prácticas artísticas contemporáneas de los distintos grupos de creación de los ochenta, se trasladó a la producción audiovisual. Esta afirmación puede resultar contradictoria tomando en cuenta el contexto socio-económico que determina y define la década de 1990 en Cuba. De hecho, cuando Fernando Pérez acomete la realización de su filme Madagascar (1994), el director creía que nunca se llevaría a término o que sería su última realización en el Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC). Por otra parte, el afamado realizador Tomás Gutiérrez Alea (Titón) expresaría un presentimiento: «antes de morirme parece que veré el resurgimiento de la vanguardia.»[1] ¿Cómo en medio de la crisis de los noventa se desarrolla y toma auge el audiovisual o, lo que es lo mismo, el cine cubano? Los fundamentos de la vanguardia encierran la solución a lo que pudiese parecer una contradicción indisoluble. El despunte no se lleva a cabo por la institución, sino en sus linderos: el cine cubano se comienza a fraguar en la calle y subvierte los modos de producción y realización. Se pasó de 35 mm a la cámara digital; del laboratorio, al software de edición; de la abundancia a exiguos o nulos presupuestos; en resumidas, a filmar por cuenta propia.
Sobre esta nueva faceta de la realización audiovisual, Ann Marie Stock, o Ana María para los cubanos, llevó a término la investigación Onlocation in Cuba. Street Filmmakingduring Times of Transition (2009), que se traduce y amplía en el libro Rodar en Cuba. Una Nueva generación de realizadores (2015). La tesis del libro se basa en que del abordaje de las prácticas globales y transnacionales –la globalización del cine– no necesariamente tiene que resultar el desdibujamiento de «las fronteras geográficas de los estados naciones […] que ocurre cuando la cultura autóctona tiene que hacerle frente a las fuerzas globales».[2] Para demostrarlo acude a la producción audiovisual cubana acaecida a partir de 1990 y la primera década del siglo XXI. Sustenta la emergencia de múltiples y variados conceptos de cubanía: la cubanía coproducida entre la colectividad revolucionaria y las nuevas alternativas no estatales, personas que trabajan por su cuenta o responden a instituciones foráneas y no gubernamentales residentes en la Isla.
Se puede afirmar que la forma de producción ha mutado y, por ende, el contenido; no obstante, persisten las preocupaciones y desvelos que han permeado al cine cubano posterior a la creación del ICAIC. A similar conclusión arriba Luis Camnitzer en su libro New Art of Cuba (1994), donde aborda las pericias de los ganadores de «la carrera» de la década de los ochenta. Camnitzer identifica en la producción del arte cubano ochentiano la forma postmoderna, pero de igual manera alerta sobre la pervivencia de nociones modernas que piensan el arte como una entidad capacitada para transformar la sociedad.
Con el advenimiento de los noventa –el sistema cubano aunado en una misma dirección– alcanzar y mantener la política socialista tuvo que lidiar con la desintegración y fragmentación de este ideal. Los esfuerzos por concretar la meta estaban respaldados por organismos bien estructurados que afrontaban el liderazgo desde sus distintas aristas, y estaban encaminados a concretar dicha política. Durante la crisis se vio cómo estas instituciones no podían hacerse cargo de la producción íntegra como habían hecho hasta el momento; es entonces que surgen otros espacios que vienen a reforzar y evitar el paro productivo. Esto significó no la perdida de los ideales, sino su diversificación, el advenimiento de distintos puntos de vistas para abordar la política cultural socialista.
El ICAIC se vio limitado en el financiamiento para la producción, exhibición y distribución del cine cubano, trabajos que venía realizando hasta el momento de forma protagónica. Aparece la necesidad –más que artística, económica– de incluir, de manera más marcada, un segundo país que permitiese estirar los escasos recursos del ICAIC para la producción de filmes. De igual forma, el ICAIC cede como entidad rectora de los realizadores cubanos y aparece, así, la posibilidad de trabajar para productoras foráneas y de manera independiente, con el incremento y posterior desarrollo de la tecnología cinematográfica. Por tanto, la visión de lo que es ser cubano se construye desde escenarios que no tienen por qué confrontarse; por el contrario: se amplía esta noción y se enriquece a través de la cámara.
Sin la posibilidad de ser contratados por la Industria, los nuevos realizadores se sometieron a su impronta creativa para realizar cine, o bien asociándose a empresas foráneas o aprovechando las nuevas tecnologías; «[…] se aventuraron a desandar tierras vírgenes en el cine cubano. Estos esfuerzos revolucionaron las formas en que los filmes podían hacerse en Cuba y comercializarse en todo el mundo.»[3]
Ana María demuestra que no existe antagonismo, al menos ex profeso, entre la entidad rectora del cine cubano de la etapa revolucionaria (ICAIC) y las nuevas organizaciones gubernamentales o no gubernamentales[4] –hasta el momento, debo confesar, no comprendía el reclamo del crítico cubano Juan Antonio García Borrero respecto al «cine sumergido»–. Esta autora descarta la posibilidad de antagonismos o disputas, como se vivieron en la década del sesenta tras la aparición de PM, en la cual se debatía entre el grupo de Lunes de Revolución y el encabezado por Alfredo Guevara no la calidad del material, sino la dirección del movimiento del cine cubano. En la década del noventa, tal como lo dibuja Rodar en Cuba…, confluyen distintas figuras jurídicas o no en la continuidad del audiovisual cubano en tiempos de crisis, en los cuales no había espacio ni voluntad sensata para definir un grupo rector. Es entonces que, cuando García Borrero arremete contra el solapamiento que ha sufrido la producción denominada por él «sumergida», lo hace contra la historiografía que no ha interiorizado la voluntad de camaradería existente a partir de los noventa, y que la Historia se ha encargado de invisibilizar.
Primer Plano
La vocación del libro estriba en la bifurcación de la producción audiovisual en la Isla, o sea, en la aparición de sectores, ya sean colectivos o individuales, que apoyan a los realizadores cubanos. La entidad rectora entra en crisis en los noventa conjuntamente con el país, por lo tanto, aparecen otros agentes patrocinadores que no necesariamente responden o están vinculados al Estado. Ana María pretende demostrar que a pesar de esto se mantiene una vocación por la construcción de la identidad nacional: los nuevos agentes no necesariamente trazan posturas y visiones encontradas con las institucionales. Ahora bien, esta vocación puede tender a encontrar, ajustar y elucubrar lecturas de materiales que tienden forzosamente a respaldar su tesis, cuando pudiesen existir otras variantes interpretativas: La Chivichana (Waldo Ramírez, 2000) es observado por Ana María como una oda a la inventiva cubana y al crecimiento ante las adversidades, pero este material de la Televisión Serrana echa en cara la inestabilidad de un sistema que obliga a sus integrantes a gestionar medios de transporte alternativos. La imagen de una chivichana que hace unas veces de juguete, carreta de carga o ambulancia, alude, más allá de la inventiva, a la precariedad en zonas rurales como la Sierra Maestra.
En momentos de la lectura la narración tiende al engaño, en tanto existen pasajes laudatorios sobre las hazañas y posiciones de los realizadores que hacen olvidar, por instantes, que se vivía una profunda crisis en el ámbito económico y, por ende, social. Sin embargo, el mayor impacto –este es un análisis que no se encuentra en el texto– recae sobre el hecho de que dicha heterogeneidad de productores y maneras de hacer cine, tanto dentro como fuera de la Institución, solo se hacen posibles en el ámbito de la crisis. El estado de inestabilidad y la amenaza de no poder producir dio cabida a la aparición de estos agentes independientes y, por ende, al debido reconocimiento de algunos espacios; o sea, no le quedó de otra al cine cubano. Siempre ha existido el miedo a las implicaciones de la palabra independiente:[5] como Ana María demuestra, no necesariamente los agentes externos tienen por qué arremeter contra los intereses institucionales.
El cine cubano se entiende como la producción del ICAIC, y la década del noventa del pasado siglo, como el deceso de dicha institución. Para algunos, el ICAIC perece en el 2001 tras la segunda y definitiva salida de su director Alfredo Guevara. Este libro se adentra en el estudio de las alternativas de la industria y la producción audiovisual en la Isla a partir del inicio de la nueva centuria. De ahí que trace a lo largo de sus capítulos y no de manera explícita, una cadena de sucesos, películas, encuentros y desencuentros de directores con la Industria cinematográfica. Entre algunos títulos que se pueden tomar como antecedentes o como inicio del cine en la calle y la implementación de la tecnología digital, se encuentran Oscuros rinocerontes enjaulados (muy a la moda) (Juan Carlos Cremata Malberti, 1990), Existen (Esteban Insausti, 2005) y Todo por ella (Pavel Giroud, 2002), material que mostró la idoneidad y capacidad del modo de realización de los llamados independientes. Destacan por su significación dos filmes: Viva Cuba (Juan Carlos Cremata Malberti, 2005), que allanó el terreno para la producción independiente tras la obtención de un premio en Cannes, y Tres veces dos (Pavel Giroud, Lester Hamlet y Esteban Insausti, 2004), que significó el encuentro entre los nuevos realizadores y la Industria. El ICAIC financió por vez primera un producto de esta naturaleza que corría a cargo de sus directores con la realización en digital, o sea, a la manera del cine en la calle.
Jump Cut: Una de cal y otra de arena para la industria cinematográfica cubana
Del propio seno de la Institución surge el espacio de la Muestra Joven ICAIC (2000), atendido ampliamente en el libro. Ana María visiona y alaga a la Muestra Joven ICAIC como «un foro importante […], un espacio público en crecimiento donde expresar ideas, identificar inquietudes comunes, presionar para lograr cambios y desarrollar tácticas de intervención»;[6] concientiza la relevancia de un evento con estas características que, a la larga, no tiene otra finalidad que revolucionar la propia entidad rectora, que se somete a ser penetrada por entes desestabilizadores de la inercia institucional.
Por otra parte, un punto destacado en los finales del libro y visto como la problemática a resolver por el cine cubano, ese que se ha ampliado a través de nexos transnacionales y fuerzas globales, es la cuestión referente a la distribución. Si bien los modos de producción se han hecho accesibles y se realiza cine en la calle, más allá de la Industria, es en esta última sobre la cual recae la responsabilidad de hacer llegar a un número mayor de espectadores ese cine. Existe hoy día un desbalance sustancial entre la producción y la distribución. «Los logros obtenidos en la producción tendrán que ir de la mano de grandes avances en la esfera de la distribución.»[7] La realización ha mutado y se ha expandido, pero la distribución y exhibición no han variado, se han mantenido estáticas y de espalda a la revolución que significa hacer el cine desde la calle, como lo presenta y defiende Ana María en las páginas de este continuo rodamiento en Cuba.
[1] Ann Marie Stock, Rodar en Cuba. Una nueva generación de realizadores, La Habana, Ediciones ICAIC, 2015, p. 316.
[2] Ibídem, p. 22.
[3] Ibídem, p. 31.
[4] En Cuba aparecen a finales de la década del ochenta pequeñas islas que ayudaron y ayudan, desde la política institucional, estatal y viceversa, al audiovisual cubano. Estas alternativas son la Escuela Internacional de Cine y Televisión (EICTV, 1986), el Taller de Cine y Video de la Asociación Hermanos Saíz con Jorge Luis Sánchez a la cabeza, el Centro Memorial Martin Luther King (1987), el Movimiento Nacional de Video (1988) y la Fundación Ludwig de Cuba (1994).
[5] «Yo había hecho un cortometraje titulado Todo por ella, que se mostró en el Festival de Cine de La Habana. Ahí tuve mi primer problema y es que sin ser el primer trabajo de cine independiente, pues ya eso existía hace décadas, fue el primero que usó el término “independiente” en el cartel publicitario. Eso no se ha contado, mira. Por esos tiempos estaba de moda el cine independiente americano y yo me apropié del término para darle un touché publicitario. El cartel lo desaparecieron de la puerta del cine Chaplin por orden de no sé quién, porque todo lo que se apellidaba independiente “estaba al servicio del imperio” (periodistas, economistas, etc.).» [Pavel Giroud, «A mí me preocupa sólo una cosa, y es el vacío», Programa Ibermedia. El Espacio Audiovisual Iberoamericano, ‹www.programaibermedia.com.›]
[6] Ann Marie Stock, ob. cit., p. 313. El capítulo «Crear espacios para nuevas intervenciones: Montaje inspirado en la Muestra» hace referencia hasta la 6ta edición (2007) del evento. En los tiempos que corren y luego de quince ediciones, la Muestra Joven se encuentra en un periodo de tránsito, de golpe y porrazo; buena parte de su junta directiva se ha retirado. Está en manos de los jóvenes sucesores seguir haciendo de este evento el espacio que describe Ana María en Rodar en Cuba… Desde Upsalón les brindamos nuestro apoyo y deseamos la mejor de las suertes por el bien de los jóvenes realizadores cubanos.
[7] Ibídem, p. 317.