Claudia Bofill
La fuga era el ideal del esclavo, porque significaba la libertad, temporal cuando menos.
Fernando Ortiz, Los negros esclavos
Pese a que, como expresara el historiador cubano José Luciano Franco, «en los siglos xviii y xix las sublevaciones de los esclavos de las minas, ingenios y cafetales llenan más de un interesante capítulo de nuestro acaecer histórico»,[i] esta clase de rebeldía apenas ha merecido unas pocas páginas de nuestra novela del siglo xix. Los protagonistas esclavos en la novela antiesclavista cubana de ese siglo están marcados, en su gran mayoría, por el estereotipo del esclavo dócil, figura recurrente de nuestras letras; estrategia discursiva autoral que se aviene con el criterio delmontino de representación del siervo, cuya máxima expresión de liberación la constituye el suicidio. Aunque Fernando Ortiz considera este como un hecho de rebeldía,[ii] como «el recurso supremo de todos los oprimidos impotentes»;[iii] en el plano literario denominar estos sujetos como esclavos rebeldes es, esencialmente, tomar en estima más allá de lo plausible sus rasgos, pues estos personajes se definen por su excepcional bondad y mansedumbre a ultranza. Por ello, así como generalmente lo hace la crítica literaria, denomino por antonomasia «esclavo rebelde» a aquel que ejecuta el acto de la fuga, esto es, al cimarrón.
El sujeto esclavo aparece configurado en los albores de nuestra literatura antiesclavista como un ente pasivo y de extrema docilidad. Es representativa de este hecho la imagen fundacional del esclavo Juan Francisco Manzano, quien en las páginas de su Autobiografía de un esclavo es retratado como sujeto dócil ante los constantes sufrimientos que le impone la servidumbre, y quien apenas acomete pequeños impulsos de rebeldía contra el amo. Parte considerable de la crítica literaria halla en su imagen, por la resonancia que tuvo su formación y habilidades literarias y su libertad auspiciada por el cenáculo delmontino, el molde y ejemplo sobre el cual se asentaron los posteriores esclavos mansos de nuestras letras.
Cabría la posibilidad de considerar como rebeldes determinadas facetas del esclavo Sab de la Avellaneda y del Francisco de Antonio Zambrana, pues ambos meditan la opción del homicidio: Sab reflexiona sobre asesinar a los blancos para así poder concretar su relación amorosa con Carlota, y Francisco, sobre ponerle fin a la vida de su amo, quien asedia constantemente a su amante, la mulata Camila. En ambos casos, esas «ideas/impulsos rebeldes» –que responden a motivaciones de pasión y no de rebelión concientizada– nunca son llevadas a cabo. Esclavos propiamente rebeldes, con configuraciones alejadas substancialmente de aquellas presentadas por Suárez y Romero, la Avellaneda, entre otros autores, lo son el lucumí de El ranchador (1856) de Pedro José Morillas y el cimarrón nombrado Chilala que incluye Villaverde en su novela Cecilia Valdés (1882).
Aunque desde los primeros días de la llegada del europeo a nuestra Isla hubo múltiples manifestaciones de rebeldía entre los indios encomendados y los esclavos negros, quienes huían a las montañas y parajes de difícil acceso y se apalencaban para protegerse de los rancheadores,[iv] la novela cubana vino a dar cuenta del tema de la fuga del esclavo hacia las montañas, según el investigador William Luis, de manera tardía, en la segunda mitad del siglo xix, siendo así que la primera referencia a este fenómeno lo constituye la novela Romualdo, uno de tantos(1891, escrita en 1869),del erudito escritor güinero Francisco Calcagno,[v] importante autor finisecular que, como otros tantos, ha quedado estacionado en una zona de olvido de nuestros estudios coloniales, y cuya extensa obra narrativa ha sido relegada a un segundo plano por la historiografía literaria, que se ha ocupado principalmente de su monumental Diccionario biográfico cubano (1878-1886). Habría que esperar al fin definitivo de la esclavitud para encontrar publicadas obras que abordasen la huida del esclavo, tema que sí alcanza mayor protagonismo en nuestras letras durante el siglo xx:
Notamos que los patrones empiezan a cambiar. Pero solamente después de una conversión histórica, que causa que los escritores vayan más allá de la perspectiva dominante burguesa y enfoquen lo que siempre estaba presente pero se había considerado marginalmente. Escritores más recientes como José Antonio Ramos, Alejo Carpentier, Miguel Barnet y César Leante escribirán sobre ese personaje poco conocido en las letras cubanas durante el siglo xix: el esclavo rebelde.[vi]
La escasa presencia de esta figura en las letras coloniales cubanas se debe, en parte, a los intereses de la esfera letrada, en su gran mayoría afiliada a sectores burgueses, cuyos temores, necesidades y pretensiones en la economía, determinan un discurso hegemónico clasista que fragua estrategias solapadas de representación del esclavo en nuestras letras. La raíz principal de este hecho lo constituye el miedo a una rebelión general orquestada por la población negra en la Isla, motivada por el precedente que sentó Haití a fines del siglo xviii –«Hemos sido sordos a la gran lección que nos da la historia de Haití», expresaría Calcagno–.[vii] Este temor se respaldaba en la gran población negra de Cuba, superior en número a la blanca desde los primeros años del siglo xix hasta finales de la década de 1850.[viii] Por ello los miembros de la tertulia delmontina, lectores voraces de la producción tanto criolla como extranjera, habiendo leído la novela Bug-Jargal (1826) de Víctor Hugo, rechazaron en su gran mayoría,[ix] ante el horror que provocó la narración de la atroz rebelión de esclavos de Haití, toda propuesta de representación del sujeto negro que se aviniera con «la variedad ardiente, violenta e individualista que proponía Víctor Hugo.»[x] Además, ante presiones de la autoridad gubernamental y de la prensa, los autores se vieron en la necesidad de abordar las problemáticas sociales criollas desde un discurso cauteloso. Al respecto, ha expresado Ivan Schulman que «en un sistema social tan restrictivo, es razonable asumir que los escritores se guardaban de narrar la nación y la institución de la esclavitud de forma que se pudiera percibir por parte de las autoridades como un tratado para la insurrección.»[xi]
No es de extrañar, ante estas circunstancias, presentes en mayor o menor grado a lo largo del siglo xix, la predominancia en nuestras letras decimonónicas, sobre todo durante la primera mitad del siglo, del código del esclavo dócil, verdadero cúmulo de virtudes bien tenidas por la moral cristiana, ser cuya excepcionalidad –emparentada con la de la «mujer-ángel» de nuestras letras–, a ratos rebasa los límites de lo humano, capaz de soportar estoicamente los más atroces procedimientos coercitivos con una docilidad ilimitada. Pleno de ostensibles actitudes físicas, juventud, fortaleza y donaire, y tocado por una sensibilidad –y en ocasiones, melancolía– extrema que alcanza su mayor exponente en el Francisco de Suárez y Romero, este sujeto, desprovisto de manifestaciones de rebeldía, se nos revela como ente fantasmal, como expresa Salvador Bueno.[xii] A pesar de que existe un sustrato realista en esta representación, pues, según Fernando Ortiz, «muchos africanos habían heredado un carácter servil formado por el embrutecimiento de varias generaciones sometidas al despotismo de un tiranuelo»,[xiii] este héroe literario constituye una idealización, un personaje libresco cuya representación –de acuerdo con el sujeto esclavo que le sirve de referencia y de quien intenta alejarse– es endeble, inverosímil y se aviene con el propósito autoral de denunciar la esclavitud al incitar en el lector la simpatía y la conmiseración.
No es este el caso de Romualdo, héroe de Francisco Calcagno. Es conocido este autor por su obsesión con la barbarie esclavista–afirma Manuel de la Cruz que «el odio de Calcagno al esclavismo ha sido su musa providencial, a esa pasión debe las páginas más vivas, pintorescas y memorables de su voluminosa colección literaria»–;[xiv] obsesión materializada, entre otros tantos hechos, en el acto de liberación de sus esclavos en el momento de heredarlos, en la recaudación de fondos para la liberación del esclavo José del Carmen Díaz por medio de su cuaderno Poesías del negro esclavo Narciso Blanco (1878), y en varias de sus obras literarias. Así, abolicionista por convicción, escribe Romualdo, uno de tantos en un momento importante en el proceso de derogación de la esclavitud. La postura que asume en ella el autor, si bien dialoga con una tradición literaria antiesclavista, dialoga también con su contexto de producción, la década del sesenta en Cuba, en la cual se vive un mayor empuje de la clase de los hacendados criollos, quienes, «cuando se convencieron de que ya no necesitaban más bozales»,[xv] apoyaron en mayor número el abolicionismo que hasta entonces solo había sido defendido por el sector más progresista. A este empuje contribuye la crisis del mercado del azúcar cubano, debido al ascenso vigoroso de las ventas de azúcar de remolacha, así como la abolición de la esclavitud en Estados Unidos y el mayor fomento de la inmigración de fuerza de trabajo libre.[xvi] Es esta, pues, una década en la que la burguesía esclavista concientiza todos estos factores y ya puede avizorar el fin de la Institución en la Isla, lo cual genera una mayor apertura del discurso antiesclavista.
Justamente, en un contexto en el que la esclavitud va en caída, Calcagno se propone con audacia narrar la historia de un cimarrón, con cuyo personaje su discurso antiesclavista va mucho más lejos en su propuesta ideológica que con su anterior protagonista, la liberta Concha Conga de Los crímenes de Concha (1887, escrita en 1863), y la novela antiesclavista cubana «experimenta un ligero cambio de dirección».[xvii] Sin embargo, esa mayor apertura del discurso antiesclavista no es tal que le permita al autor la publicación instantánea de su obra; esta tendría que padecer, al igual que su anterior novela, el agónico via crucis de una tardía publicación y solo saldría a la luz tras 22 años de infructuosos esfuerzos por verla circulando libremente entre los lectores: fue escrita en 1869 –según indica en más de una ocasión su narrador–, censurada, posteriormente, publicada bajo el título Uno de tantos (1881); poco después, esta edición fue secuestrada por el gobierno, lo que condujo al autor a reproducirla en 1884 en la Revista de Cuba como Sin título y, finalmente, a reeditarla en 1891 como Romualdo, uno de tantos.[xviii]
Desde su aparición primera en la novela, ubicado en un presente de la narración cuyo continuum se verá interrumpido por un tiempo pretérito que explica ese presente, el personaje Romualdo es mostrado como un cimarrón apalencado: el lector se enfrenta a una exposición directa de la condición del personaje; luego habrá de descubrir los factores que definieron su carácter. He aquí la primera descripción que se hace del protagonista y, a la vez, la primera nota de su rebeldía: «Su mirada es melancólica y un tanto ferina, su contraída boca parece respirar odio […]: diríase que es el adusto genio de los bosques.»[xix]
Hay un elemento substancial en la configuración del personaje a la luz de este análisis: su mulatez. Como Manzano y Sab, su condición de mulato traza una línea divisoria entre Romualdo y el resto de los esclavos. Contrario al modo en que esto incide en Sab, quien tiene una suerte «menos digna de lástima»[xx] (Sab expresa en una ocasión: «jamás he sufrido el trato duro que se da generalmente a los negros»[xxi]), este hecho no constituye un atenuante a sus pesares como siervo, sino, como deja entrever el narrador, un agravante significativo: «¿La causa de ese odio? Se ignoraba; pero era mulato; se veía en él la sangre europea, sus facciones regulares tenían más del tipo circasiano que del etíope.»[xxii] Así, Romualdo no solo recibe odio de las figuras represivas de la Institución en la novela (amo, mayoral y contramayoral), sino también de sus compañeros de infortunio, los negros esclavos, quienes lo segregan porque ven en el mulato «cierta superioridad que los humilla.»[xxiii] Por tal motivo, la condición racial le depara a este personaje la marginación, así como la automarginación, pues un núcleo fuerte de sus meditaciones radica en su inconformidad con su mulatez: por una parte, esta condición lo acerca más al hombre blanco, en quien identifica a su mayor enemigo, mientras por la otra, lo condena a la «parcialidad» de una suerte, la de ser mulato y no blanco, que a la luz de este razonamiento, es sinónimo de ser libre.
William Luis apunta la importancia del tema racial en la novela y aventura dos posibles interpretaciones, en atención al papel que juega la mulatez de Romualdo dentro de la estrategia discursiva del autor:
First, Calcagno may have revealed his own racial bias when choosing a mulatto protagonist over a black one. Second, as with other antislavery works, he wanted to write a novel that would be persuasive but the least offensive to his readers. Although this latter presupposition may not be valid during the time of publication in which slaves were emancipated gradually, it is relevant if we situate the novel not in 1881 but within the time of its writing, […] twelve years before emancipation.[xxiv]
No obstante los criterios del investigador, cuya lógica no cuestiono, considero que la mulatez de Romualdo está subordinada, en primera instancia, a las necesidades argumentales del autor: al concebir una historia en la que el esclavo es maltratado severamente por su padre, un amo que desconoce la verdadera identidad de su siervo, Calcagno requería de un personaje mulato porque esta condición implicaba tanto su «linaje» como su servidumbre. Por otra parte, esto coadyuva a la construcción del personaje como sujeto rebelde: la doble marginación que padece Romualdo dado el color de su piel contribuye efectivamente al ambiente de asfixia que crea la novela en torno suyo, lo cual justifica en buena medida la fuga del personaje hacia las montañas.
Consecuentemente con dicho entorno de asfixia y en concordancia con los códigos de representación del esclavo en la precedente novela antiesclavista cubana, Romualdo se construye como sujeto victimizado desde los inicios de la historia. El robo suyo acometido por el corredor de esclavos es la primera acción en una secuencia de infortunios; este invirtió sus patrones de vida, al forzarlo a perder su identidad (Toribio, mulato libre) y su familia. Tal y como sucede con buena parte de sus homólogos en otras novelas, Romualdo es maltratado con los más hostiles mecanismos coercitivos –es el esclavo más castigado de la dotación– por constituir el principal punto de mira de los personajes blancos representantes de la sociedad esclavista. A él le son cercenados sus únicos placeres: su amante Dorotea y su hija Felicia, quien primeramente es separada de su padre en la dotación y luego muere durante la fuga, y a la cual no puede siquiera llamar por su nombre, pues el amo ordenó que este fuera Blasa. Las constantes referencias a las meditaciones del personaje confirman la radicalidad de su condición de víctima y constatan cuán desvalido se encuentra hasta que opta por la fuga. Todo esto activa argumentalmente los rasgos insumisos de Romualdo y la necesidad de la rebelión, y funciona como estrategia a partir de la cual el autor justifica la pertinencia de la fuga, como si no fuera suficiente el hecho de nacer privado de libertad para ir tras ella. Asimismo, mediante esta construcción se apela a la sensibilidad del público lector, a su componente compasivo para con el sujeto victimizado, lo cual sin dudas motiva la recepción del mensaje antiesclavista, esto es, provoca en el lector la conclusión de la necesidad de acabar con la esclavitud.
Desde que se da paso al tiempo pretérito de la narración para hacer referencia a la historia de Romualdo, si bien este aún no ha ejecutado el acto de la fuga –ante las injusticias cometidas en contra suya «se resignaba y callaba»–,[xxv] se presentan al lector atisbos de lo que será efectivamente su acto mayor de insubordinación. Así, la imagen del esclavo rebelde se va construyendo progresivamente, a partir de «arranques pasajeros que la prudencia le hizo ahogar.»[xxvi] Como piezas de rompecabezas se presentan los rasgos personales y las actitudes para con el resto de los individuos que cohabitan el ingenio, a la vez que se refuerza la alusión a la violencia de sus ojos («una mirada de tigre fulguró lúgubre y siniestra en su pupila»),[xxvii] todo lo cual desdice la encumbrada construcción del esclavo como ente pasivo, como «manso cordero».
Durante el episodio del incendio de la bagacera se habrá agotado la resignación del personaje y se habrá completado su construcción como esclavo rebelde. El viraje que se produce en su configuración no se revela exclusivamente a partir de la huida de este hacia las montañas, hecho que lo lanza al cimarronaje, sino, además, a partir de la acentuación de lo que la «mirada un tanto ferina»[xxviii] había dejado entrever en los inicios de la historia, toda vez que el narrador alude a la «resolución extrema»,[xxix] la transformación, la venganza y la determinación de Romualdo: «Aquel lance era la gota de agua que hace derramar el vaso lleno. En el frenesí de la desesperación, se convertía en tigre vengativo: pasaba su Rubicón. […] Una voz secreta le advertía que lo que fraguaba era una locura; pero ciertamente era ya hora de proceder como loco.»[xxx]
La rebeldía de Romualdo –su rasgo más sobresaliente de cara a este análisis– no hace de este personaje un héroe novelesco del mismo corte que los héroes de la precedente novela antiesclavista cubana. En la base de esta cuestión se sitúa el concepto propio de héroe que desarrolló Francisco Calcagno en la mayor parte de sus novelas ideológicas: la necesidad de exponer ideas contrarias a la esclavitud, así como a la moral y los problemas sociales de la Isla lo condujeron a desarrollar, sobre todo en sus novelas antiesclavistas, una estrategia de representación del héroe como sujeto victimizado. Helena Beristáin en su Diccionario de retórica y poética alude a esta concepción del héroe-víctima y especifica que de ella se ha expresado que constituye un «antihéroe».[xxxi] El análisis de la liberta Concha Conga y de Romualdo, personajes principales de sus novelas antiesclavistas, arroja que su centralidad radica, sin dudas, en el hecho de que constituyen el sostén principal de la armazón ideostética del autor, los personajes alrededor de los cuales giran las peripecias de las respectivas tramas narrativas, los sujetos víctimas de los relatos y los portadores indelebles de la idea máxima que se empeña el autor en afianzar en las novelas marcadas por esta clase de discurso: el sufrimiento y la vulnerabilidad del sector «de color» en la Isla. Así, en la categorización del héroe que establece Northrop Frye en su Anatomy of criticism en cuanto a sus capacidades de acción, estos héroes se avienen al siguiente concepto que colinda con la noción de «antihéroe» de la Beristáin: «El héroe no es superior ni a los otros hombres ni a su ambiente: es uno como nosotros (en resumen, no es un «héroe»)».[xxxii] Dicha concepción no comulga con la categorización del sistema actancial del relato, pues estos personajes de Calcagno no se identifican como sujetos de la acción, sino como los objetos de los actantes villanos o antagonistas; sus respectivas esferas de acción son realmente muy limitadas.
Ciertamente, el autor ha creado en Romualdo un personaje, aunque superior a Concha Conga en su configuración, incapaz de decidir su suerte y atado a los vaivenes de la trama literaria; cuya psicología constituye un aspecto de poca profundidad, a pesar de que en él advertimos un mayor esfuerzo del autor por penetrar en los intríngulis del sujeto –esfuerzo carente, coincido con Pedro Barreda, en la construcción del resto de los personajes de la novela homónima, los cuales se nos revelan superficiales, apenas tangibles–.
De acuerdo con los patrones de heroicidad de las anteriores novelas antiesclavistas cubanas, si atendemos a una configuración estratégica, percibimos un sujeto cuyos rasgos muestran un desplazamiento parcial de los códigos de representación del héroe novelesco romántico, y que, al tiempo, se alejan sustancialmente de aquellos elementos caracterizadores de los esclavos homólogos de la saga antiesclavista. Romualdo no vive el esplendor ni la gallardía de la primera juventud, pues tiene la edad de cuarenta años «ahí donde le veis encorvado por el sufrimiento y los trabajos y representando sesenta»;[xxxiii] su cuerpo, a pesar de su altura y fortaleza, es la prueba fehaciente de los pesares de su servidumbre, pues en él «se nota el abatimiento causado por el hambre y las privaciones»;[xxxiv] y su rostro, advierte el narrador, no está dotado de belleza alguna.
A esto es necesario agregar que este esclavo, no obstante ser un sujeto insumiso, es también melancólico y muy meditabundo –afirma el narrador que «en la mirada de Romualdo había más melancolía que fiereza»–,[xxxv] lo cual acentúa su carácter introvertido y áspero. Estos rasgos, unidos a su doble marginación, le deparan al esclavo la apatía casi total[xxxvi] para con el resto de los personajes, de los cuales lo separa una barrera de incomunicación. Pedro Barreda identifica la melancolía de este sujeto como un elemento romántico en su configuración y sitúa a Calcagno y a la novela estudiada en la segunda generación romántica cubana.[xxxvii]
Justo es destacar que la nota de extrema melancolía y sensibilidad de otros esclavos protagónicos de la novela antiesclavista cubana, como Francisco y Sab, si bien por su magnitud acentúa la centralidad de estos personajes, en la novela que nos ocupa ha sido reducida considerablemente y no contribuye a ensalzar la personalidad del protagonista sino, como he expresado anteriormente, a recalcar su introversión y su condición marginal. Así pues –y he aquí un punto de giro en la novela antiesclavista cubana– la expresión melancólica de este personaje no interviene en su representación como héroe novelesco al estilo de sus homólogos anteriores, sino en su rebeldía.
Su inteligencia es el único rasgo caracterizador que lo emparienta con ellos. Este rasgo, unido a su expresión rebelde, a su dignidad –dignidad que es también una ramificación de su rebeldía– y a su sentido de la justicia, tributan a la conformación de un héroe esclavo de nuevo tipo que se adecua a los cambiantes estándares de representación del héroe literario, en el tránsito de la novela romántica a la de corte naturalista y realista. Estos elementos, como estrategias discursivas, están encaminados hacia el mismo objetivo de la condición de sujeto victimizado del personaje: persuadir al lector, frente a «la maldad blanca» de amo, mayoral, entre otros, a sentirse más próximo al esclavo y condenar así su suerte, a la vez que a reprochar la actuación de las entidades esclavistas.
Romualdo no constituye, pues, un ser extraordinario como el esclavo Francisco de quien fuera entrañable amigo de Calcagno, Anselmo Suárez y Romero. Además, nada hay de excepcional, asegura Barreda, en sus relaciones con la esclava Dorotea,[xxxviii] con quien mantiene por escaso tiempo «amores puramente de esclavos».[xxxix] Romualdo no emite nunca genuinos alegatos antiesclavistas; esta función la desempeña el cura de la aldea. Y aunque en sus meditaciones cuestiona su fortuna, es incapaz de pronunciar verbalmente su inconformidad con la servidumbre: sus parlamentos apenas aportan al discurso antiesclavista.
Encontramos, pues, que la imagen del esclavo deviene figura menos libresca, más humanizada. Las palabras del narrador se vuelven, en este sentido, reveladoras: «este es nuestro protagonista, este es nuestro héroe; pero, con dolor lo decimos, Romualdo ya no servía para héroe, todo le era indiferente: era una máquina que reducía su acción a seguir el movimiento iniciado por otros.»[xl] El idealizado esclavo de la precedente novela antiesclavista cubana se torna, pues, sujeto enajenado, en máquina convertido por la agonía de la esclavitud. El propio acto máximo de rebeldía de Romualdo, su fuga, es la consecuencia de la enajenación que padece, pues este hecho no fue premeditado por el personaje: en medio del incendio que lo motivó, sabiéndose el sujeto al que culparía infaliblemente el amo, y avizorando una salida a su terrible situación, Romualdo aprovecha la coyuntura y el consejo de Ma Concha y huye hacia las montañas. Una vez establecido en el palenque de la sierra de Cubitas, poco le importa permanecer en las montañas o descender al llano junto a sus compañeros, confiar en el Blanco (personaje encubierto del corredor de esclavos) o no hacerlo: su postura ante toda problemática es la indiferencia. Por otra parte, en el palenque no destaca por actuación o cualidad ninguna –lo cual se refuerza a partir de la construcción como líder del personaje Juan Bemba–, se limita a seguir lo que le ordenan sus compañeros. El sujeto esclavo devenido máquina, desposeído de toda facultad humana, contrario al esclavo idealizado, presenta una visión mucho más realista de la esclavitud y de la situación de los esclavos en Cuba, quienes en su gran mayoría fueron cosificados.
Hacia el final de la novela, la muerte en combate de Romualdo viene a reforzar esta cuestión: durante la batalla hombre a hombre, Romualdo no es ni siquiera focalizado por la entidad narradora, su desempeño no centra la atención de la trama, pues las más crudas escenas y las mayores habilidades en la pelea no le corresponden, y es, pues, uno más entre los tantos apalencados que pierden la vida. Este desenlace es una práctica extendida: la muerte del esclavo constituye un recurso de la novela antiesclavista cubana y un código eminentemente romántico.
Como el esclavo manso, el esclavo rebelde se perfila como estrategia discursiva en esta obra: su construcción está encaminada, en primer lugar, a abordar un problema social presente en la Isla desde los primeros días de la colonización, el cimarronaje; en segundo lugar, a criticar la marginación, deshumanización y enajenación a que es relegada la masa esclava y la vulnerabilidad del sector de los negros y mulatos libres. Además, focalizar la trama en el plagio[xli] del personaje, entre otras cuestiones tangenciales perfiladas por la entidad narradora, posibilitan una crítica aguda a la moral de determinadas figuras e instituciones asociadas a la esclavitud. Finalmente, la configuración de este personaje denuncia la fractura de la «familia cubana» entendida como metáfora de la sociedad criolla –no solo tema reiterado en la novelística de Calcagno, sino estímulo y pretexto incluso para sus textos políticos, recuérdese «La República: única salvación de la familia cubana»–: la separación de Romualdo de su madre, la muerte de Blasa durante la huída y la muerte del propio Romualdo causada, como se sugiere, por su propio padre, subrayan este planteamiento. Todas estas cuestiones, catálogo de efectos nocivos de la esclavitud en la sociedad criolla, se constituyen, unas explícita y otras implícitamente, como estocadas al régimen esclavista.
En conclusión, la figura del mulato esclavo nos revela que, efectivamente, Romualdo es «uno de tantos». Su heroicidad de nuevo tipo y su condición de cimarrón constituyen, sin lugar a dudas, ganancias de la novela antiesclavista cubana en la representación del personaje esclavo, pues ofrecen una visión, aunque permeada de tintes románticos, mucho más apegada a la realidad. Coincido plenamente con Barreda cuando declara: «In the very sketchy characterization of the protagonist in this short novel we can sense a greater effort to adapt the figure to the real image of a mulatto slave. Romualdo constitutes a rectification of Francisco and obviously of Sab.»[xlii] La rebeldía del esclavo es, ciertamente, la principal impronta de esta novela en la historia de la literatura cubana y la razón fundamental para acometer su estudio y v
[i] José Luciano Franco, «Los palenques en Cuba», Los palenques de los negros cimarrones, La Habana, Colección Historia, 1973, p. 49.
[ii] Fernando Ortiz, Los negros esclavos, La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 1987. p. 359.
[iii] Ídem.
[iv] José Luciano Franco, «Los cimarrones en el Caribe», Revista de la Biblioteca Nacional José Martí, La Habana, n. 3, 1980, p. 11.
[v] William Luis, «The Antislavery Narrative. Writing and the European Aesthetic», Literary Bondage: Slavery in Cuban Narrative, Austin, University of Texas Press, 1990, p. 56.
[vi] William Luis, «La novela antiesclavista: texto, contexto y escritura», Salvador Arias (comp.): Esclavitud y narrativa en el siglo xix cubano. Enfoques recientes, La Habana, Editorial Academia, 1995, p. 50.
[vii] Francisco Calcagno, Romualdo, uno de tantos, La Habana, Est. Tip. El Pilar, 1891, p. 134.
[viii] Fernando Ortiz, ob. cit., p. 40.
[ix] El escritor Félix Tanco, amigo entrañable de Domingo del Monte, sí se mostró muy entusiasmado con esta obra ante el hecho de que se representase el negro y las escenas sociales de las que este participa: «¿Y qué dice usted de Bug-Jargal? Por el estilo de esta novelita quisiera yo que se escribiese entre nosotros. Piénsalo bien. Los negros en la Isla de Cuba son nuestra poesía, y no hay que pensar en otra cosa; pero no los negros solos, sino los negros con los blancos, todos revueltos, y formar luego los cuadros, las escenas, que a la fuerza han de ser infernales y diabólicas; ¡pero ciertas, evidentes!», Domingo del Monte, Centón epistolario, La Habana, Ediciones Imagen Contemporánea, 2002, t. IV, p. 64-65.
[x] Ivan Schulman, «Narraciones de la esclavitud en Cuba y los Estados Unidos», América sin nombre, n. 19, 2014, p. 13.
[xi] Ibídem, p. 15-16.
[xii] Salvador Bueno, «La primitiva narración antiesclavista en Cuba (1835-1839)», El negro en la novela hispanoamericana, La Habana, Editorial Letras Cubanas, 1986, p. 85.
[xiii] Fernando Ortiz, ob. cit., p. 359.
[xiv] Manuel de la Cruz, «Francisco Calcagno», Cromitos cubanos (Bocetos de autores hispanoamericanos), La Habana, Est. Tip. La Lucha, 1892, p. 230.
[xv] Juan Pérez de la Riva, «El monto de la inmigración forzada en el siglo xix», Revista de la Biblioteca Nacional José Martí, n. 1, enero-abril, 1974, p. 89.
[xvi]Véanse Juan Pérez de la Riva, «Síntesis cronológica alrededor de la esclavitud en Cuba», Actas del Fol klore, Ciudad de La Habana, Fundación Fernando Ortiz, 2001, p. 171-205 y María del Carmen Barcia, «Los factores fundamentales de la crisis de la plantación esclavista: fuerza de trabajo, mercado internacional y política económica de España en Cuba», Burguesía esclavista y abolición, La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 1987, p. 100-132.
[xvii] Pedro Barreda, «The Romantic Abolitionist Novel», The Black Protagonist in the Cuban Novel, Amherst, The University of Massachusetts Press, 1979, p. 82. La traducción es mía.
[xviii] Cfr. Juan J. Remos y Rubio, Historia de la literatura cubana, Habana, Cárdenas y Compañía, 1945, t. 3, p. 573.
[xix] Francisco Calcagno, ob. cit., p. 17.
[xx] Gertrudis Gómez de Avellaneda, Sab, Tres novelas, La Habana, Editorial Letras Cubanas, 2013, p. 56.
[xxi] Ídem.
[xxii] Francisco Calcagno, ob. cit., p. 19.
[xxiii] Ídem.
[xxiv] William Luis, «Time in Fiction: Francisco Calcagno’s Romualdo, uno de tantos and Aponte and Martín Morúa Delgado’s Sofía and La familia Unzúazu», Literary Bondage: Slavery in Cuban Narrative, Austin, University of Texas Press, 1990, p. 124.
[xxv] Francisco Calcagno, ob. cit., p. 23.
[xxvi] Ídem.
[xxvii] Ídem.
[xxviii] Ibídem, p. 17.
[xxix] Ibídem, p. 45.
[xxx] Ibídem, p. 46.
[xxxi] Helena Beristáin, Diccionario de retórica y poética, México, Editorial Porrúa, 2008, p. 9.
[xxxii] Citado en Angelo Marchese y Joaquín Forradellas, Diccionario de retórica, crítica y terminología literaria, Barcelona, Editorial Ariel S. A., 2000, p. 195.
[xxxiii] Francisco Calcagno, ob. cit., p. 26.
[xxxiv] Ibídem, p. 17.
[xxxv] Ibídem, p. 19.
[xxxvi] Con los únicos personajes con los que Romualdo establece comunicación –mínima, por demás– es con su hija, con el cura de la aldea y con Ma Concha.
[xxxvii] Pedro Barreda, ob.cit., p. 82.
[xxxviii] Pedro Barreda, ob.cit., p. 84.
[xxxix] Francisco Calcagno, ob. cit., p. 21.
[xl] Ibídem, p. 141.
[xli] En palabras del propio Calcagno, «delito que consiste en el robo de un esclavo a quien se ha vendido por propio, o de una persona de color a quien se vende como esclavo.» (Cfr. Francisco Calcagno: ob.cit., p. 82.)
[xlii] José Luciano Franco, «Los palenques en Cuba», Los palenques de los negros cimarrones, La Habana, Colección Historia, 1973, p. 49.